Tráfico: un balance | Miguel Márquez | Ensayo
I.
El conjunto de poetas que nos agrupamos bajo el nombre de Tráfico fue el producto de diversos factores, entre los cuales vale destacar, por ahora, los sólidos lazos de amistad entre los integrantes, y la común participación en un proceso literario que comienza en los talleres del Celarg, pasa por el taller Calicanto y concluye en una Estética grupal que tuvo como rostro más visible el manifiesto que publicáramos el año 81.
El marasmo acrítico que parecía consustancial a los poetas que comenzamos a publicar a mediados de los 70, sin tomar en cuenta elementos más generales, estaba determinado, a mi juicio, por algo no menos poderoso: el deslumbramiento ante la poesía de los creadores del 60. Cadenas, Crespo, Silva Estrada, entre otros, eran leídos por nosotros con una morosidad que fundamentaba, ante todo, el reconocimiento explícito al alto nivel de su escritura. Continuar por la senda abierta por ellos, además, parecía ser lo más natural para acceder al fenómeno poético. Veíamos e interpretábamos el mundo con sus ojos; valorábamos la poesía a partir de unas premisas incuestionadas, puesto que estaban más allá (¿o más acá?) de nuestro alcance. En este sentido, nuestro acercamiento a la poesía seguía los pasos del rito iniciático, y quizás por eso en los talleres (en los buenos) existía cierto carácter religioso de la escritura. Esta relación me parece importante subrayarla, ya que el gusto nuestro por esa poesía, nos revelaba algo: esos signos, vistos ahora, de alguna manera nos interpretaban, decían algo con lo cual nos identificábamos. Esa escritura le daba voz a una modernidad de la que nosotros también éramos parte, y plantearnos el salir de su órbita, como lo hicimos, de una forma abrupta, radical, no sólo nos situaba frente a un quimérico arranque a partir de cero sino que nos abría las puertas a un problema mayor: volver atrás, a un tiempo donde la palabra no había sufrido aún los embates de la crítica, a las ingenuas creencias del realismo. Esto no lo tuvimos en cuenta a la hora de escribir el manifiesto. Nos interesaba afirmarnos, expresar lo que sentíamos como exigencia del momento: el lugar de la historia en nuestros textos. Pero me estoy adelantando demasiado, regresemos.
Como telón de fondo de esa lenta toma de conciencia que nos llevó a la conformación del grupo, estaban: la crítica literaria de cuño marxista, con su interés por una lectura que no se detuviera exclusivamente en el estudio de la arquitectura verbal de los poemas (función predominante del taller) y se aproximara a una lectura más amplia, que prestara oídos al nivel ideológico de los textos; la experiencia nicaragüense de Armando Rojas Guardia, donde se confronta con el exteriorismo de Ernesto Cardenal y, a través de éste, con la poesía norteamericana; la polémica sobre las generaciones que tuvo lugar en las páginas del “Papel Literario” de El Nacional; las voces aisladas que surgían de pronto para alertar sobre los peligros de una literatura afincada en lo formal, cercana al silencio y al vacío; por último, el cansancio ante una poesía, la nuestra, que presentíamos por la vía del agotamiento, repitiendo sin más los cánones de los sesenta.
Poco a poco fuimos llegando, por un lado, a una conclusión elemental: éramos una generación distinta y, por otro, a una constatación inquietante, por decir lo menos: no teníamos rostro. Y los rasgos de nuestro carácter comenzaron a modelarse con la incorporación a nuestro discurso de categorías heréticas para la poética dominante, tales como: la historia, la cotidianidad, lo urbano, lo conversacional; así como en la lectura de autores latinoamericanos que no circulaban en los ambientes literarios; como también con el distanciamiento de la poesía francesa y la cercanía a la poesía española y norteamericana.
II.
¿Fue la idea de Igor, de Armando, de Yolanda? Poco importa, estaba en el ambiente y prendió rápido. Pronto nos encontramos en nuestra sede (el nombre de la fuente de soda habla por sí mismo: “El León”) y de allí al manifiesto no hubo más que un paso, pero un paso meditado. El título (“Sí, manifiesto”) habla de ese intervalo en el cual calibramos la conveniencia de aparecer en público con un discurso (el manifestante) que en el contexto de los talleres, de la entrega total a la artesanía del texto, del individualismo creador, del gusto formalista, del escepticismo, iba a resultar anacrónico y disonante. Esto nos entusiasmó, no sólo por su carácter irritante sino por algo más decisivo: ese discurso (a pesar de emparentarnos –en la forma de aparición– con el grupo de escritores del cual queríamos tomar distancia; y a pesar también de vislumbrar los riesgos que todo manifiesto entraña, en especial: sus límites programáticos), ante todo, y era lo que afanosamente buscábamos, nos daba cohesión, plataforma común, en una palabra: cuerpo.
El tono del manifiesto era enfático. Nuestro proyecto: acercarnos a esa calle que quedaba como material de desperdicios en esa “abolición de la historia” llevada a cabo por la línea más influyente de los poetas del 60. Material residual, exiguo, en medio de la noche gerbasiana. Nuestra fuerza mayor: la negación: del textualismo, del trascendentalismo, del poeta chamán, del poeta solitario, del ahistoricismo, del hermetismo. Y nos opusimos a éstos: rescatando la figura del escritor comprometido con los problemas de su tiempo; proponiendo una poesía que, con el deseo de reencontrar los hilos perdidos de la cotidianidad, llamara a las cosas por su nombre; insistiendo sobre lo necesario de una poesía de la comunicación. Su debilidad: la certeza aparente que surgía de ese planteo de oposiciones; puesto que el proyecto concreto, en cuanto a la práctica poética se refiere, era un norte sinuoso apenas alumbrado por lo que llamáramos, a falta de otro término, “realismo crítico” y cuya metáfora más afortunada fue “la calle”. Al manifiesto podemos tomarlo como el punto de partida del grupo, pero de ahí hasta su disolución se desarrolló un proceso reflexivo, de autoconciencia, que nos colocó, después de la etapa idílica inicial, frente a la complejidad del fenómeno que habíamos puesto en marcha. Dicha complejidad, es cierto, se llevaba mal con la claridad de nuestro inicio. En el manifiesto había demasiadas respuestas para darle una habitación a la duda, y en este sentido su carácter normativo era dogmático. El problema surgía al constatar cómo algunos se iban alejando “peligrosamente” del proyecto (que si bien no especificaba la forma y el contenido preciso de lo que debería ser nuestra escritura, sí establecía parámetros claros en relación a lo que no debería ser) u otros comenzaban a sentirse constreñidos por el espíritu y la letra del mismo. La poesía refutaba la teoría y si en algún momento coqueteamos con la figura del censor, bien pronto adoptamos el camino inverso al de Procusto: dejar que la experiencia organizara el mundo a su manera, y si las extremidades de nuestro cuerpo no cabían en el lecho, la respuesta era sencilla y angustiosa: teníamos que inventarnos otra cama. Si no se toma en cuenta dicho proceso –que bien se puede encontrar, como casi todo lo nuestro en la prensa–, la experiencia de Tráfico se amputa y reduce a un momento (el inicial) que no me parece el de mayor valor y significación. Ya que sólo registrando dicha evolución es posible comprender nuestros esfuerzos por no caer en el realismo chato, y es lo que me parece más importante (por la magnitud del reto y su vigencia), el legado de la modernidad, nuestra herencia irrenunciable, con el reclamo de ese presente insatisfecho, para dar lugar a una poesía que refleje nuestra circunstancia histórica, nuestro universo cotidiano. No regresar a las ingenuas creencias del realismo, pero tampoco instalarnos en la matriz esencialista del idealismo. Buscar la historia, el país perdido, pero no para verlo ni recrearlo con el soneteo. Esta tensión es la que no se encuentra en el manifiesto y es la ausencia que, con razón, ha dado mayor pie a los equívocos.
Sin embargo, el diagnóstico era correcto: la mayoría de los creadores de la poesía dominante de aquella generación o de la nuestra, estaban envueltos con el manto de Apolo. Protegidos de la ciudad hostil y viendo, quizás para su suerte, pájaros luminosos de otros cafetales, misterios extrañísimos, imantaciones sublimes de palabras, el país les pasaba a su lado como una presencia fantasmagórica. Pero no hace falta acudir a la caricatura para afirmar, con Joaquín Marta Sosa, que el mérito de Tráfico y Guaire consistió y consiste en ampliar los registros, en democratizar el discurso poético, en abrirle otros horizontes de posibilidades al decir, al mirar. Desnaturalizamos una óptica, desmontamos una axiología y al ubicarla en el momento histórico en el cual surgió (donde la meta fundamental era modernizar el discurso) tomamos la distancia necesaria para comprender nuestra propia situación. Pues algo parece claro: nuestra circunstancia es bien distinta. La Venezuela que hemos vivido los de mi generación es otra y su característica es el predominio de lo urbano. Del pasado agrario (de ese tiempo que la generación que nos precede guarda frescos recuerdos y que se expresa de forma magnífica y dramática en País portátil) no conservamos más que el anecdotario sabroso y aburrido de nuestros padres. Y esta situación es la que fundamenta, a mi manera de ver, las exigencias de la época: ver este mundo, interpretarlo, organizarlo. Un mundo contradictorio, que guarda en sus costumbres valoraciones e ideales que pertenecieron a nuestros abuelos, que aún no se moderniza plenamente y lleva consigo tiempos históricos diversos. Este mundo, levantado por las torres del petróleo y a punto de derrumbarse por las mismas, es el que reclama nuestra mirada, el que exige de nosotros respuestas diferentes. Es por esto que Tráfico y Guaire, en la medida que simbolizaron –incluso con sus nombres– una mirada contemporánea, una mirada cuyo interés explícito es el presente, sigue manteniendo su vigencia, más allá de habernos disuelto y más allá también de que podamos darle forma a esa exigencia.
III.
Ya entrados en el terreno de la especulación, me pregunto si hubiéramos logrado esa misma repercusión que tuvimos en el ambiente intelectual de nuestro país de no haber escrito el manifiesto. La respuesta me parece obvia: jamás. A Venezuela no le importan los poemas, los textos no son noticia. Con ese manifiesto dijimos “aquí estamos” y llamó la atención, “movió el suelo”, por la sencilla razón de que atacaba directamente no a la “poética dominante” o cuestiones por el estilo sino a los poetas del 60 y aquí, eso sí, en este país amante del boxeo (yo incluido, por supuesto) cazar una pelea es un “tubazo” periodístico. A esto se debió nuestro “éxito”. Mas la aparición del grupo Guaire, así como de otros grupos menos conocidos y también de la existencia de poetas aislados que tienen a lo urbano, lo cotidiano, lo conversacional, etc., como puntos de referencia de su quehacer poético, confirma que lo planteado por nosotros no era un puro boom orquestado por los diarios. Más aún: allí están los libros que han sido producto de ese horizonte de posibilidades que antes señalaba. ¿Acaso son poesía de la experiencia, conversacional, exteriorista, del yo, de circunstancia? Quién sabe, ya lo dirán los críticos. Pero lo cierto es que son otra cosa y esto, al menos, ya es algo, ¿no creen?
http://www.jornaldepoesia.jor.br/BHAH06marquez.htm
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