Foto canónica del Grupo Tráfico, de izquierda a derecha: Rafael Castillo Zapata, Alberto Márquez, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia y Miguel Márquez
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SÍ, MANIFIESTO
Manifiesto del Grupo Tráfico, originalmente aparecido en la revista Zona Franca, III Epoca, No. 25, julio-agosto de 1981, pp. 7-9.
Sí, Manifiesto
Venimos de la noche y hacia la calle vamos. Queremos oponer a los estereotipos de la poesía nocturna, extraviada en su oficio chamánico de convocar a los fantasmas de la psique o de lanzar hasta la náusea el golpe de dados del lenguaje, una poesía de la higiene solar, dentro de la cual el poeta regrese al mundo de la historia, al universo diurno de la vida concretísima de los hombres, en cuyo orbe cotidiano ningún fantasma enfermo moviliza más fuerza que el horror o la belleza encontrables en una acera cualquiera, y ningún aristocrático golpe de dados del verbo podrá abolir jamás el sabor sanguíneo de todas las palabras de la tribu.
Sí, Manifiesto
Representa una postura que, por inaudita que parezca en esta Venezuela de 1981 -donde la individualidad y la disgregación son el imperio sustentador de ese otro imperio, el real: económico, político, cultural-, quiere asumir la responsabilidad de ser la expresión del movimiento Tráfico. ¿Qué buscamos?: poesía. Y aquí está el dilema: inmersos en un ámbito cultural donde el poeta, lo poético, la poesía y el poetizar tienen una caracterización determinada, y por lo tanto normativa, lo que proponemos, no estando identificados con los parámetros de la estética imperante es -desde el punto de vista de nuestro contexto histórico inmediato- una nueva manera de entender la poesía.
Con Tráfico salimos del esencialismo y, como hemos dicho, nos reconocemos en la historia: menos mal que nadie puede calificar de "esencial" el tráfico; pasajeros, somos poetas de transición, como toda poesía es de transición, sólo que algunos siguen aspirando a esa especie de galardón que significa conquistar, con la palabra esencial, la salida de la historia, el supuesto hallazgo de la eternidad. Pasajeros transitorios, diurnos, poetas: nuestra propuesta nace de una necesidad poética -política- histórica, la necesidad que atraviesa nuestra Venezuela de hoy, confundida entre el marasmo y el derroche, entre el lujo fastuoso y las carencias apremiantes de la capa marginal. El silencio y el juego textualista no pueden ser una respuesta crítica a nuestro medio, en última instancia constituyen posturas que, si no de manera consciente, al menos en forma disfrazadamente ideológica, le hacen el juego a nuestra democracia petrolera.
La poesía que propugnamos servirá, en cambio, de percusión para enseñarle a la "Armonía" la inclemencia de la súplica en los botiquines del centro. Se trata de fundirle la caja en el Gran Prix de Caricuao, hacer estallar los radiadores de las letras a 250 Km. p/h. Reclamarle al cinetismo textual la burguesía óptica con la que pretende erigirse "críticamente" sobre una ciudad que se divierte, desde las mesas de Sabana Grande, con la ingeniosa geometría de los cultos. Nuestra calle no se complace en estos juegos de la noche ni tampoco en el silencio.
Los trapecistas de la imaginación suspiran por mantenerse en la "realidad" descrita por la ruta de sus acrobacias, en la medida en que se olvidan de la portentosa capa de la historia bajo la cual se desplazan. En el circo el mago es rey: basta un esotérico gesto para que proliferen los pañuelos (los duendes, la súbita aparición de los espíritus).
Pero, magos: ¿hasta cuando el engaño? Frente a ustedes surge nuestra mirada realista (no es un realismo inocente, de ojo adánico, de "inocencia objetual" y cosas por el estilo). Una mirada para la cual el poema traduce los olores más intensos de la calle. Un realismo, sí, pero realismo crítico. No queremos desobjetivar nuestras palabras, desdibujar nuestro paisaje, nuestra circunstancia histórica concreta, por cansados aquelarres. Además, ya lo sabemos todos: cuando se han ido los espectadores, cuando la carpa se hace alta, no hay hechizo: el elefante es elefante, los conejos son conejos, el trapecista es español, el mago vuelve al camerino. Los circos cierran a las 6.
Si hemos hablado de una nueva manera de entender la poesía, nos referimos también a otro tipo de poeta. Para nosotros ser poetas representa salir, en éxodo consciente, del monólogo dentro del cual quiere encerrarse buena parte de nuestros compañeros de generación. Creemos que en poesía no es la rotación de los signos en el texto lo que constituye la clave estética del poema, sino la forma en la que accede al oído de los otros la voz de una experiencia humana. Estamos hartos de combinatorias infinitas de palabras que se frotan para arrancarse chispas que no pasan de ser un fuego fatuo (sí, infatuado en su aspiración de hacernos creer que es el Fuego). Repetimos: contra el signo, el craso signo icónico del texto, optamos por la voz, por la interlocución que pone a circular el poema en el circuito de un diálogo concreto, no con un lector sin rostro, sino con los hombres y mujeres que en la fábrica y el rancho, la escuela y el cuartel, la universidad o la oficina, han perdido la costumbre (costumbre secular que extravió el rumbo) de escucharse a sí mismos en el vértice unánime de la voz del poeta. Este último siempre fue, antes de que la modernidad nos dejara hablando solos, el intérprete de vivencias colectivas, aquel cuya palabra congregaba los ecos de la ciudad y los caminos. En América Lartina, sobre todo, ¿qué escandalosa "profesionalización" del oficio poético quiere separarnos ahora de la más entrañable tradición moral de nuestra letras: la que concibe la palabra como quería Martí, echándose a la suerte de compartir su canto con los oprimidos de la tierra?
A una poesía que se ufana en la "gloriosa inutilidad", en la "casta ineficacia" que demasiados hombres confunden con la naturaleza misma del espíritu, deseamos oponer también, sin miedo al barro impuro del cual sale toda la epopeya espiritual de los hombres, la exigencia de una poesía que sirva, repleta de una contundente eficacia, la misma que ostentan un vaso, un arma o un automóvil, porque el arte empieza allí donde los hombres necesitan responder desde la plenitud de su conciencia a las exigencias de la situación particular, y no después, allí donde la cotidianidad dicen que termina y nace el reino abstracto -mármol y alabastro- de una trascendencia "noble" dentro de la cual sólo cabe una "gratuidad" que ya no acompaña a nadie en la tarea diaria de vivir, que ya no formaliza las experiencias del hombre común, que ya no constituye sino un vasto silencio donde bostezan el vacío o la "oquedad metafísica". Nos empeñamos, así, en promover una poesía necesaria, que nuestros interlocutores perciban como palabra de uso y compartida, palabra para la cual toda trascendencia anémica, dispéptica, se disuelve ante el poder de convocación que sube, por ejemplo, de las rocolas de los bares, palabra que tiene mucho que aprender de la imponencia con la que la línea exactísima de un hit congrega el gozo del stadium, haciendo levantar un eco humano que, en el fondo de los fondos, se parece al llanto o a la risa que todavía allá, en pleno siglo XII, podían recoger de su auditorio los versos de Berceo.
Por eso mismo, frente a la lírica de la subjetividad absoluta, y en este sentido cada vez más abstracta, lírica que tanto le debe a la racionalidad burguesa de Occidente, lírica cerebral de un eterno laboratorio de palabras en las que la situacionalidad y la carnalidad afectiva son mero vidrio de probeta -irreconocibles ya para sí mismas-, levantamos la causa de una poética que se atreva a explorar a fondo, sin batas ni guantes de químico incontaminado, pero también sin flux y sin corbata, la sentimentalidad que exhibimos frente al mundo nosotros, los bastardos latinoamericanos, los salvajes periféricos de Occidente: nuestra sentimentalidad de telenovela y de ranchera, nuestro viejo bolero emocional, nuestro tango impenitente, el patetismo que nos brota en procesión de Viernes Santo o en reyerta de taberna, la cursilería que se entreteje con la red social de nuestra manera específica de vivir el afecto. De este modo, asumimos el horror que siente la poesía tradicional frente a nuestro sentimentalismo híbrido, mestizo de puro guaguancó o quena indígena, con la ironía desdeñosa que nos inspira toda la discreción burguesa, quirúrgicamente fría para sentir relaciones viscerales con el mundo pero implacablemente "racional" a la hora de expoliar lo que no siente.
Contra la mampostería intelectualista que sostiene el mito del poeta solitario, tan caro a una modernidad que no sabemos por qué debe ostentar para nosotros el carácter de un paradigma único, insurgimos con nuestra apuesta por una poesía solidaria, repleta de humanidad latinoamericanísima, gozosa o doliente, una poesía que no teme subirse al último sector del cerro donde termina el barrio y no llega jamás la policía, así tenga que pagar peaje al pie de la escalera, como corresponde; una poesía que no se asustará ante la tarea de embadurnarse de salsa y de cerveza en al afinque; una poesía que buscará a los hombres de San Fernando o El Callao donde estén y como estén, sin exigirles que se presenten a la cita del poema con el traje "primitivo", "telurista", o ya neciamente "mágico" con el cual los disfrazaron las poéticas que sólo se veían a sí mismas cuando pretendieron mirar de frente a aquellos hombres; una poesía que intentando recuperar, como después de un largo entumecimiento gestual, los hábitos del habla y los ademanes concretos de las muchedumbres que nos rodean, opta por los grandes espacios donde todo narcisismo verbalista se revela pigmeo de la inteligencia y de la sensibilidad y del lenguaje: los espacios por los que la poesía puede oxigenarse de disonancias y de miseria irreductible, de sociología y de política, de economía y de historiografía, de giro de lengua oral y de estribillo musical, de estadística y argot de suburbio. Poesía, entonces, situada en el centro hirviente de la vida social y no en los desiertos ontológicos donde proliferan "breviarios de la podredumbre" (ah, el Cioran que hoy tanto acaricia el masoquismo de la pequeña burguesía intelectual) y ojerosas "culturas del desengaño" para las cuales la esperanza es un compañero cadavérico, muerto de bruces en una calle cualquiera a finales de los sesenta.
Nosotros creemos que la vieja consigna de Vallejo se mantiene: si el cadáver, ay, sigue hoy muriendo ante nuestros ojos impotentes, sólo será la masa compacta de los expoliados lo que lo resucite desde el único lugar donde es posible concebir el vértigo radical de las transformaciones: desde abajo, desde la base. Cuando Lázaro se levante otra vez de su sepulcro para movilizar, como hace dos décadas, las aspiraciones populares del país, nosotros sabremos que la poesía, la poesía concreta y no la virtuosista de los textos, estará gobernando la insurgencia. Mientras tanto, en esta hora incolora, a menudo nauseabunda, de la democracia petrolera, sólo nos queda sincerar al máximo la relación del poeta con Venezuela. Y es que sucede que, en épocas inmediatamente anteriores (allí tenemos a la generación de 1958, por ejemplo), el trabajo poético en nuestro país actuó sobre el fondo de un distinguido camuflaje. Poetas que en sus actitudes públicas mostraban un franco compromiso ético con la exigencia del cambio social, eligieron, sin embargo, para la voz de sus poemas las modulaciones más esencialistas de la lírica de la modernidad: la lírica que, nacida en parte como respuesta esteticista al mundo comercializado y banal de la burguesía, trabajaba no obstante secretamente a su favor, porque hablaba desde su marco gnoseológico profundo y con sus categorías. Se dio así el caso de que una peligrosa confusión, una trampa ideologizante vino a ocultar las verdaderas cartas con las que el poeta apostaba su palabra en el juego social de la cultura: Mallarmé fingió darle la mano a Marx, la opción rimbaudiana de "cambiar la vida" se olvidó de la matriz elitesca de la que había salido (y dentro de la cual aún pernoctaba su nostalgia de transformación) y pretendió que su causa poética podía conjugarse, sin más, con los paradigmas sociales y políticos de aquella marea de obreros, desempleados, liceístas, universitarios medios, marginales, que se enfrentaba a la represión gubernamental en las calles y avenidas. El lenguaje de esa élite poética había pagado demasiado tributo al idioma de una modernidad por esencia aristocratizante: la pequeña burguesía intelectual radicalizada que entonces quiere contribuir a la toma del poder por las masas no se sincera como tal ante esas mismas masas en el desamparo del poema. Disfraza su equivocidad, la artificialidad de su intento de integrar el arte y la vida sobre la base de la trampa modernizante, universalista y elitesca, con la magnificencia de su barco ebrio que zarpa al viaje sin regreso de la alquimia del verbo y la magnetización recíproca de todas las vocales, al final del cual, ya lo sabemos, espera la Abisinia donde el poeta convertido en comerciante hace el saldo de su asimilación definitiva al universo burgués. Nosotros no queremos, pese a la aparente magnitud que representa formular esta herejía, el destino de Rimbaud: no queremos que nuestra intervención en la Comuna -la cual, a pesar de todas las derrotas, nos sigue convocando- sea una simple escaramuza pequeño burguesa que termine en viaje de negrero, en escepticismo contante y sonante, en ebriedad que ya no ostenta el arma de los anticonvencionalismos sino que deviene ocasión de confraternidad con el Poder. Queremos para nosotros, para la vocación poética en Venezuela, un resultado diferente; por eso, elegimos sincerar desde ahora mismo la voz de nuestros poemas y decimos que, no pudiendo asumir como nuestro -porque sonaría a eterna impostación en nuestro textos- el timbre vocal de un proletariado, de un campesinado, de una población marginal de los que nos separó la sociedad clasista a través de familia, colegios y universidades, queremos y debemos hablar en nuestra obra como lo que efectivamente somos: hijos de una clase media cuyos paradigmas vivimos mitad como cómplices y mitad como renegados.
Venimos de la noche y hacia la calle vamos
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