domingo, enero 30, 2011

Palabra de Steve Jobs


"No se dejen atrapar por los dogmas, que es vivir con el resultado del razonamiento de otros. No dejen que el ruido de las opiniones ajenas ahogue su voz interior. Y, lo más importante, tengan el coraje de seguir sus impulsos y su intuición, porque de alguna manera son los que saben lo que quieren ser. Lo demás es secundario"
Steve Jobs

Director Ejecutivo de Apple Inc.
Máximo accionista individual de Walt Disney Company

el arte de Avril Lavigne




Avril Lavigne 
 Knockin' On Heaven's Door

November Rain



GNR
NOVEMBER RAIN

Tiempo y poesía

Tiempo y poesía



Ludovico Silva



El Fin de Año es indefinible.


Los astros han querido, obedeciendo a una poética infinita, que el tiempo terrestre, el tiempo humano, se divida en horas, meses, años. Los hombres han recogido ese requerimiento celeste y así le dan categoría mágica, ritual, al fin de mes, al fin de año. Aparte del interés, digámoslo así, crematístico que tienen esos rituales humanos, hay el interés no menos definido de la Fiesta, latente en todo terrícola. Dionisíacas, Fastos, Nefastos, Idus, Navidad, Año Nuevo, Carnavales, etc., son fiestas dedicadas a la exaltación del tiempo. Del Tiempo en sí mismo, como ingrediente básico de las células. En suma, todo aquello que en una parte de la historia se ha llamado religión y que quizás es preferible llamar la condición política de la materia. Pues por más apegados a la práctica que estemos, dentro de nuestra misteriosa materia hierve el afán de lo desconocido, el tortísimo deseo de crear, la condición poética que nos dispara hacia todo lo mago, ritual, fantástico y milagroso. Ya oigo a una multitud de fanáticos diciendo: "¡El milagro no existe! ¡El milagro no existe!"; pero esos fanáticos me recuerdan la anécdota según la cual Baudelaire, como un amigo le preguntase por qué razón se había ido airado de cierta discusión de café, respondió lo siguiente: "¡Claro que me voy! ¿Cómo se puede discutir con una persona que no cree en los milagros?". Esto es: cómo se puede considerar plenamente humano a un individuo en cuya materia no exista apenas un átomo de fuerza poética, un átomo de absurdo, una porción de magia?


La poesía ha sido el quebradero de cabeza de muchos filósofos. Desde Platón hasta Heidegger, los filósofos han intentado llegar a una definición de la poesía. Pero a pesar de sus geniales especulaciones (geniales, la mayoría de las veces, en la misma medida en que son genuinamente poéticas) casi siempre han incurrido en una contradicción: Tratar de dar una definición intemporal -¡definitiva!- de algo que es temporal. Se podrá argüir que, por más diferencias fundamentales que existan entre la poesía homérica, por ejemplo, y la de la era espacial, siempre se tratará de una esencia intemporal: la poesía. El argumento es de rancia estirpe socrática; pero Sócrates, como bien lo decía Nietzsche en su Origen de la Tragedia, a pesar de haberle rendido grandes servicios a la humanidad, había insuflado en ésta sus peores vicios intelectuales. La poesía, como el hombre mismo, es tiempo, pero además es palabra en el tiempo (A. Machado); y al ser palabra en el tiempo, es imposible definírsela por otra vía que no sea la palabra poética misma. Pero no palabras ad usum poetarum (esta expresión es del profesor García Bacca) ni tampoco palabras para uso de técnico en filosofía, sino palabras: poesía.


Con esto quería decir que la condición poética de la materia humana es indefinible, o mejor, su única definición son los hombres mismos, definiciones de carne y hueso, y que por tanto resulta inútil o imposible tratar de definir celebraciones como el fin de año, porque pertenecen a los movimientos poéticos-temporales de la vida humana.


La poesía es algo perpetuamente perfectible; su meta es siempre eso: más allá de la poesía misma. A un poema siempre lo podemos imaginar mejor, más perfecto. Por eso no se lo puede detener en una definición, sin riesgo de asesinato. Como tampoco se puede detener el tiempo.







"Tiempo y poesía", s.f. Copia al carbón en arhivos del autor. (N. de la C.)


De Teoría poética. Caracas: Editorial Equinoccio, 2008. Complación, prólogo y cronología Edda Armas.



Ludovico Silva. (Caracas, 1937-1988). Poeta, ensayista, columnista, profesor. Licenciado en Filosofía. Publicó los poemarios: Tenebra (1964), ¡Boom! (1966), Cuaderno de la noche (1968), In vino veritas (1977), Cadáveres de circunstancias (1979), Piedras y campanas (1979), La soledad de Orfeo. Cantata (1979), El ángel devorado (1986), Crucifixión del vino (1986), Opera poética, 1965-1982 (1988). Su obra ensayística obtuvo varios reconocimientos entre ellos el Premio CONAC de Ensayo Mariano Picón Salas en 1979 y en 1986.

Persistencia

PERSISTENCIA




A Ella (y en realidad sin ningún límite). Con holgura y


Placer.






A Ella, la víbora y la abeja: La desnudez preciosa.






A Ella, mi transparencia, mi incoherente arrullo, el rumor


que sube en las raíces de mi lengua.






A Ella, cuando regreso de las inmensas naves que hay en


el cuerpo huraño con un sol inmóvil.






A Ella, mi ritual de beber en su seno porque quiero


comenzar algo, en alguna dirección.






A Ella, que abre el sobre de mis amuletos.






A Ella, que en la balanza anónima de la memoria y en las


horas finales prolonga mi presencia real y mi presencia


ilusoria sobre la tierra.






A Ella, que con una frase insomne divaga en el umbral


de mis lámparas.






A Ella, a causa de un vocablo que me falta y a la vez


usufructo de un breve viaje que podría revelarme.






-Duerme, pero la obra humana es el instante; al dormir


se cierra con furor la gran jaula.






-Despierta, pero esboza en las márgenes de tus cejas el


oro próximo del sueño.






-Revuélcate en esa parálisis fuera del yo de los ciegos


viajeros.






¡Adónde mi ninguna faz con años!






A Ella, los abismos que hay de mi amor a mi muerte


cuando caiga a plomo sobre la tierra y en lugar


de señales desaparezca el sitio de ánima sola.






Juan Sánchez Peláez


En: Filiación Oscura (1966)

Rézame

RÉZAME




rézame

embrújame


céntrame


tómame


levántame


madrúgame


canélame


entrebáilame


ténme


entiémpame


entrepiérname


envuélveme


pubísame


aprisióname


elígeme


tempráname


encandílame


claréame


llévame


llámame


cállame


diferénciame


recórreme


distíngueme


enyémame


enjuévame


ábreme


recíbeme


átame


desátame


persígueme


arrópame


suspírame


ladérame


agítame


nicotíname


acósame


dientéame


resucítame


circúlame


madérame


esperánzame


acúname


vientréame


siénteme


encímame


enséñame


ensiéname


líbrame


galópame


azúlame


hembréame


hermáname


mañáname


espíname


acéchame


hamácame


amárrame


amásame


ensélvame


enrédame


abrílame


lámeme


alméame


enciéndeme


saetéame


estoquéame


insómniame


enllúviame


alégrame


enborráscame


ventáname


enhójame


deshójame


enrámame


ármame


desálmame


amórame


achíname


enchínchame


enlúname


endiósame


resábiame


aguitárrame


astíllame


ampárame


enrúmbame


embálame


enrámame


recórreme


empálmame


enmúgrame


encuéntrame


enlúchame


encúbreme


estréllame


asómbrame


desgárrame


enguérrame


siénteme


arrodíllame


sujétame


corcélame


cabálgame


revélame


aquiétame


afírmame


enceguéceme


marinéame


rásgame


arrincóname


enzaguáname


aléjame


azuléjame


azafráname


luciernágame


castáñame


coróname


corazóname


espárceme


arbólame


puéblame


algazárame


avelláname


alborózame


conténtame


camíname


gózame


estrújame


ultrájame


bullaranguéame


desgárrame


esperánzame


golpéame


lácerame


quémame


arómame


guerréame


fréname


desenfréname


acentúame


extenúame


persígname


apresúrame


jardinéame


solápame


endiósame


endiáblame


cascájame


despiértame


encántame


hechízame


solicítame


necesítame


neblíname


échame


deséchame


entiérrame


destiérrame


desentiérrame






Pablo Mora

Rastro


RASTRO



Tu olor


-el incontrovertible


y brutal olor del amor-


permanece intacto


mientras los besos


se volatilizan


en su propio júbilo


y la humedad


se hace una con la piel.


Tu olor, en cambio,


impregna hasta la médula.


Hasta ese lugar recóndito


donde el deseo anida


y obliga a dejar intactos


los platos del almuerzo


y a danzar de nuevo


hacia la cama,


muertos de hambre


de amor.


Juan Cobo Borda




One more night




Phil Collins
One more night

All through the night



Cyndi Lauper
All through the night

Miércoles

Miércoles


(poeta Ophir Alviárez)




Tengo fiebre, los cachetes rojos y los talones secos. Hace calor dentro de mí mas siento el frío. Desde la cama la montaña de libros es un frasco de nutella que sí abriré, se me inundan las papilas gustativas, la imagen es recurrente. Temprano, el repique y una voz que me arrastra a lo alto de un árbol. No tiene hojas por eso veo los cuerpos. A Bolaño le hizo crac el corazón, a mí me inmunizaron contra el tétano. Cuando era otra un clavo me atravesó el zapato, yo jugaba entre cajas de madera y tenia el pelo liso, me llevaron alzada. De ahí debe haberme quedado el regusto por los brazos. Y por los clavos. Pensé escribir objetos punzo-penetrantes pero me distraje. Huelo el pecho de quien me carga, puedo chuparme a Adán en su cuello. Era fácil dejarse llevar entonces. Dame la mano, quítate la media. Hoy no uso medias y me bajo las panties, sola. Sola las subo y muchas veces me voy. Irse es una misión difícil cuando quieres quedarte. Irse es menguar el paso a golpe de cintura, habitar las yemas de un fabricante de letras o la mirada tras el vidrio de un aeropuerto con nombre de monarca. Irse es encontrarse, perderse, volver al más allá aunque en el más allá haya un abismo como decía Porchia. Abismo y tengo fiebre, los cachetes rojos, los talones secos y no, no me voy, me quedo. Me quedo y cuento. Tres, dos, uno…Me quedo desde antes, me quedo mañana, me quedo desde esa historia en la que érase una vez y otra y ésta y a quién le importa si soy transcurso, si soy la esperanza que se nos volvió memoria, o viceversa y ayer me inmunizaron contra el tétano y no me dará polio, rubéola o lechina, no me dará ratón, guayabo o mal de ojo; no me darás nada, no te daré nada, nada.


Ophir Alviárez

03 poemas de Miguel Marcotrigiano

03 poemas de Miguel Marcotrigiano




(poeta Miguel Marcotrigiano)



Robert






Cuántas veces no ha entrado bajo el ropaje del humo el alma al cuerpo


cuántas veces ha salido






Acepto que me gusta pasar por esos entramados pulmonares


extraviarme en los divertículos que forjan los recuerdos






La amnistía es sólo un sueño






y sueño es el vocablo justo para trauma


y éste


sabemos


es una herida imprecisa


en el centro del espíritu






Quizás sea el camino más seguro


la senda indicada por el dios


que reposa al fondo del armario


(a un lado de la guitarra cuyas cuerdas


nunca he de rasgar)






el mismo que espía cada noche mis rezos


que espera el segundo exacto para apretar el corazón entre su puño


y provocar la afasia que delimita la frontera


entre la realidad y esta mentira que nos ha tocado vivir






Siempre reside en el ritmo


la pauta de una nueva versión






El hijo ilustre del ghetto


no piensa en la raza






tiene tiempo suficiente


para recuperar todo el humo perdido






los minutos exactos


que dura la eternidad










Thomas






Todas estas voces me atormentan


porque todas ellas forman sólo una


y no logro distinguir la mía


del tránsito de sus ideas






Escribí la canción de amor


mientras Europa se debatía


entre la guerra futura


y su pasado






-las voces siempre provienen del pasado-






Las imágenes se superponen


se entrecruzan


se confunden en un solo desorden del espíritu






Ezra afirma en tinta verde


que únicamente la poda


logrará hacernos entender


que el movimiento no es tal


que el espectáculo es una ilusión


que estamos muertos


y que la muerte no admite revisiones






Sólo un pequeño poema pido


un mínimo vínculo


que evite la disgregación


entre esto que creo ser


y todos aquellos que me componen






pues el tiempo no marca la pauta


no es la voz de Tiresias


ni la sombra que señala el compás


de mis pasos






Acontece el mundo


y el final no llega


ni se concibe la incertidumbre






La emoción es una fórmula exacta


la medida precisa


la imparcialidad


el orden


la sucesión de todas estas voces


que se transforman en pensamiento


en soplo inútil


en ráfaga






Enuncio la teoría


en cuatro momentos


un objeto


dos hechos


y acaso un vacío






la fe


el granito


el espinazo que se dibuja en la arena






Muchas voces me acompañan


el tañido de la campana


los gritos de las aves marinas


la ola que revienta más allá del tiempo






No tienes por qué angustiarte


dice la sombra


el viejo Tiresias


el Dante


y su Virgilio






Es el hipertexto


el ojo en el papel






tu propia conciencia


de los límites










T. de Ahumada






Nada me turba


sin embargo cae pesadamente una hoja del arce


y provoca un estruendo en el alma






Nada me espanta


salvo el martirio de unos doce años


cuando decidí vivir en la casa de mi padre


opresivo cilicio que ahoga el corazón






La paciencia -Carmelo-


es una forma de la neurosis






Todo es alcanzado


por la mala compañía de los libros prohibidos


los consejos insanos del hombre santo






Vendrá mi caballero


me hallará dispuesta para la oración


esperará a que goteen mis últimas plegarias






se despojará de sus armaduras


en el locutorio






yo escribiré largamente


y este brazo que sostiene la mano que sostiene la pluma


quedará por los siglos como viático o como diezmo






¿Mi corazón?






No vale más que el meñique






Ya no tengo reposo






grave es la enfermedad


del desmembramiento






Miguel Marcotrigiano

La desnudez del loco

La desnudez del loco

(poeta Armando Rojas Guardia)

A Jean-Marc Tauszik


(...) El Señor Dios llamó al hombre -¿Dónde estás? Él contestó: -Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo (...) Y el Señor Dios le replicó: -Y ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? (Gen 3, 9-11)


1

La hora de bañarse era a las doce.

Bajo la ducha todos, uno a uno.

Las paredes: amarillentas, desteñidas.

El sol del mediodía en las ventanas.

Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles y el rotundo imperio de la luz de agosto.

Nos desvestíamos con prisa (El enfermero conminaba a hacerlo de ese modo).

Juntos y desnudos ante los cuatro grifos de los que brotaba la ancestral terapia aplicable en estos casos: agua fría.

Llegábamos en grupos hasta el baño, desamparada fraternidad de cuerpos, goteantes carnes, en la mitad del mundo -porque estar allí era una cósmica intemperie, la orfandad meridiana y absoluta:

verse a sí mismo, desnudo ante los otros, desnudos también ellos, devolviéndonos a la solar ingrimitud de ser un cuerpo parado allí frente a los ojos del escrutinio ajeno, sin la sombra bienhechora y cobijante del pudor:

sólo desnudo como el Adán culpable con la conciencia súbita de estarlo en la desolación panóptica del día, justo en el eje de las doce en punto.

Sí, el sol en las ventanas también era un ojo coherente y vertical:

la mirada de Dios, omnividente, de la que deseábamos huir, sólo escapar para no sentir la vergüenza de ser vistos siempre desnudos, con el sudor manante.

Y el agua de la ducha va cayendo sobre la desnudez flagrante y compartida y no aminora el ardor de ese Ojo vivo clavado en la pulpa de ser hombre, ese sol sin párpados brillando sobre la piel empapada por el chorro de un gran incendio líquido.

Nuestros pies chapotean en los pozos que las grietas del piso hacen aflorar en torno a ellos y un asco en flor asciende hasta la boca:

náusea del agua corrompida que pisamos, de esos viscosos charcos, de la humedad pringosa, del olor a orina, de las losas sucias, asco de tanto desamparo genital en el centro nítido del cuerpo mientras el paranoico estupor del mundo permanece acribillado de ojos y más ojos dentro de la totalidad de la canícula.

Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.

Cabeceaban los árboles. Agosto refulgía, preciso, en la luz densa que gravitaba alrededor del patio.

El almuerzo aguardaba (la comida era tomada con las manos: los cubiertos podían significar intentos de suicidio).

Y esa ración de cárcel en los dedos venía a ser otra manera, avergonzada, de ser siempre observados -ahora ridículos, asiendo un puñado de arroz con la torpeza del que no se habitúa a comerlo de ese modo-, en cada bocado masticando el pánico desnudo de Adán a mediodía que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.


2

Pero él no quería bañarse a la hora en que todos debíamos hacerlo. Deseaba estar bajo la ducha de acuerdo a un horario personal, imprevisible: por la mañana o por la tarde, no a las doce. ¿Cuáles motivos conducían a ese raro deseo que implicaba automáticamente indisciplina, una heterodoxia de hábitos violentando el código impuesto, normativo?

Quizá era la necesidad, la urgencia de escapar, a tiempo y a destiempo, de aquel Ojo calcinante ante el cual todos estábamos desnudos, de refrescar con el ímpetu del agua esa fiebre atroz que exponía nuestra íngrima vergüenza a la mirada de los otros, del Otro único y múltiple oteándonos allí, en caliente, escudriñándonos, examinándonos. Acaso era el llamado a sentirse permanentemente higiénico, limpio de cualquier contaminación corporal en la cual se proyectara la puntual acechanza de la culpa, la de ser -y no sólo la de estar sucio. Tal vez quería bañarse a solas, alejado de la promiscua convergencia que nos reunía a los demás alrededor del chorro, de aquel hacinamiento donde toda la privada, la íntima percepción que tiene el cuerpo de sí mismo era abolida y sacrificada al mero hecho animal de estar no ya juntos sino yuxtapuestos como en la horda y el rebaño. ¿O ese anhelo de baño no sujeto a reglamentos consistía en el ansia de instaurar un espacio individual, oxigenadamente libre -estar desnudo en medio del agua guarda también un sentido de libertad física, plena- dentro del cual la convención, lo estatuido y la costumbre se amoldaran a los dictados vivaces del cuerpo, y no éstos a ellos, penetrando, así, en una autonomía, en una independencia insólitas?


Al enfermero le disgustó esa conducta al margen de las reglas. Blandiendo con la mano derecha el rejo que utilizaba para rubricar gestualmente su autoridad entre nosotros, una mañana sacó al muchacho -desnudo, por supuesto- de su baño personal y lo condujo al calabozo (porque había en ese caserón un calabozo) y lo encerró allí durante horas. Siempre me he preguntado lo que ese compañero sentiría en aquella habitación hedionda, sin un mueble, en medio de los muros húmedos, sentado o acostado sobre el cemento helado, mirando la desleída claridad que se apelmazaba sin gracia en los cristales de un alto tragaluz, único contacto posible con el sol que, afuera, festejaba al patio, y con el viento matutino, y con el cielo absurdamente remoto a esa hora del día. Estaba desnudo el prisionero.

Otra desnudez, distinta a la buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral, bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro de aquel calabozo: la de estar sin abrigo en la gélida humedad, y la de estar excluido, siendo un réprobo.

3

Un joven lo iba siguiendo, cubierto tan sólo con una sábana. Le echaron mano, pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo. (Mc 14, 50-52)

Nosotros, desnudos, en el baño -el baño era el resumen convergente de toda nuestra vida en esa casa y el muchacho desnudo en su prisión éramos y aún somos aquel hombre que Marcos infiltra, subrepticio, en el Getsemaní de entonces y de ahora.

¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús con la carne lunar cubierta apenas por el único ropaje de una sábana en esa noche de sudor de sangre, de inescuchada súplica, de la traición del beso, de antorchas y grupos, túnicas y espadas, rumor de pasos entre la maleza, amontonadas sombras al acecho, humillación y arresto y, al final, los tercos gallos del amanecer?

¿Qué pasión inaudita puede conducir a alguien a salir hacia el oprobio y la amenaza, bajo la indiferencia universal de las estrellas con sólo una íngrima sábana por ropa?

¿No había fiebre en la mente de ese joven?

¿No obedecía su presencia allí, y su atavío, a una conciencia distinta a la ordinaria, a una visión de Jesús que no cabía en el tácito régimen oficial: lo acostumbrado?

Marcos señala, con exactitud, que lo seguía.

Seguía, pues, a Jesús como un discípulo, como lo hacían algunos en su patria, como hay que hacerlo ahora, un día tras otro.

Un discípulo era, iluminado por un ardor mental que lo llevaba a exponerse al peligro, a trastocar los hábitos -incluso el de vestirse como todos-, a autoexiliarse del lugar común del que la razón colectiva se alimenta para entregarse -únicamente con su sábanaal subterráneo, rebelde axioma del Proscrito, a la réproba lógica del envés, la cara oculta de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo.

Eso significaba, para él, ser un discípulo.

Y eso significa todavía.

Se escapó desnudo. Sólo desnudo podía huir de la muchedumbre ávida de sangre, la soldadesca insomne, la confusión de voces y de gritos, los empujones, los insultos, huir de la hora societaria de la ley buscando al Transgresor, al Reo de siempre.

Su desnudez fue momentánea libertad para escapar de la gregaria trama que necesitaba a su víctima expiatoria, al señalado eterno con la culpa de no ser como todos: el distinto.

Pero no huía, no, de la Pasión.

Estaba todo él -su presencia en el relato lo confirma- inscrito en la tragedia que la noche del jueves diseñaba para cualquier discípulo del Réprobo:

lo imagino andando ahora desnudo primero al ras de las ortigas que en el monte le laceraban la piel, luego en las calles ante el unánime asombro de vecinos, transeúntes, maldiciendo acaso su impudicia, preguntándose de dónde vendría sin ropas a esas horas.

Su desnudez era observada, escudriñada con curiosidad objetante, minuciosa.

¿Qué sintió, desnudo, al llegar a su cuarto y pensar en la casa de Caifás, llena de gente?

Quizá escuchó él también el canto de los gallos en la vergüenza núbil de la aurora.

Nosotros todos éramos y somos aquel evangélico muchacho:

las doce del día bajo la regadera y la mañana en el calabozo configuran una única noche detenida, un mismo Getsemaní agónico.

Éramos y somos, como él, aquellos afiebrados buscadores de lo que no se nos ha perdido, los perpetuos perplejos ante lo real, que para los demás es únicamente sólito -una simple magnitud de la costumbre-, los que, merced a un privilegio padeciente, ven al mundo al revés, al colectivo desde una periferia contumaz, al hombre con el virgen sobresalto del asombro, al universo entero girando en el pavor del primer ser humano frente al fuego o la exclamación de una llanura oceánica (vivimos de atávicos terrores que los otros se escamotean a sí mismos, para estar a salvo de la estupefacción del firmamento sobre el inmóvil Jardín de los Olivos).

No, nunca fue fácil vivir para nosotros.

Llenos de nuestro metafísico estupor, nuestra disonancia ante la Ley, nuestra subversión vocacional, nuestra manera tangencial, oblicua, de ser miembros de la especie, nuestro seguimiento metafórico -cubiertos por una única sábana precaria en las alucinaciones, el delirio, la depresión, las fobias, la manía de Aquél de quien se habló de esta manera:

está loco de atar, ¿por qué lo escuchan? (Jn 10, 20) y más cruelmente todavía:

sus parientes fueron a echarle mano, porque se decía que no estaba en sus cabales (Mc 3, 21) -La locura como metáfora e imagen del seguimiento de Jesús:

pues la sabiduría de este mundo es locura para Dios (1 Cor 3, 19) Un modo inconsciente de seguirlo que puede convertirse en voluntario si uno toma conciencia de la gracia que ha sido recibir la enfermedad como invitación a vivir de otra manera, con temor y temblor ante el milagro de existir todos los días, bajo el cielo.

Y desnudos. Estamos desnudos, como el joven, en el baño o en mitad del calabozo escapados, desnudos del uso compartido de la razón social que exige víctimas y clava, desnudo, en el madero al que por ser diferente carga todas las culpas de los que son iguales al rasero común, a la horma idéntica.

La locura es aquella desnudez a través de la cual nos escapamos de la cotidianidad de esa razón legislativa que fabrica, marginándolos, a los parias, los manchados, los impuros -Fue el loco Rey Lear quien, por serlo, pudo sentenciar ante un Edgar confidente desde la desolada majestad de su delirio:

Nadie es culpable, nadie, digo que nadie: yo seré su fiador La locura como inocencia absolutoria que desviste a los hombres de sus culpas.

4

Pero esa desnudez libérrima conoce la paradoja de ser también la otra, la propia desnudez ya percibida como maldición al ser examinada por los ojos de los otros, por la pupila del Otro frente a la cual nos desprotege ese mismo estar desnudos, observados por la visión ajena que se llaga en la conciencia de sí, hasta su médula.

Y el desnudo al que ya no le importaba el cómodo ropaje de la sujeción busca ahora, desesperadamente, ser vestido por la aprobación de esa mirada que lo escarba, esclavizándolo.

Las dos desnudeces se entrelazan dentro del cuerpo único del loco.

Y me pregunto si acaso la salud, la sola curación posible y deseable que no aportan ni aprontan sanatorios con sus multitudinarios baños de agua fría y calabozos para el deseo disidente (¿Pensé, estando allí, en Auschwitz, en Dachau?) consiste en romper la trama inextricable que confunde la una con la otra:

la libertad desnuda de Adán en el Jardín y esa misma desnudez ya avergonzada.


(Armando Rojas Guardia, Papel Literario, El Nacional, 5 Febrero 2005)

Todo el poder de Jefferson Airplane






El disco que más me gusta de la banda californiana que llevó a la gente presente en Woodstock´69 a viajar por Wonderland, con la prodigiosa voz de la hermosa y talentosa Grace Slick, el disco es una verdardera joya de culto.

sábado, enero 29, 2011