domingo, marzo 27, 2011

El arte poética de Armando Rojas Guardia




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Así como a veces desearíamos


que Karl Marx y Arthur Rimbaud


se hubiesen conocido en una mesa


de algún Café de Londres,


mientras en el agua sorda del Támesis


-ahíta de grumos aceitosos


que flotan entre botellas y colillas


y ropa gris de gente ahogada-


espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,


a que el fantasma que recorra Europa


suba también, para zarpar


(Karl, vestido con blue jeans marineros


se despide de Engels en el muelle


y Tahúr hace lo propio con Verlaine


-los sueños insolentes hasta ahora enfundados


en la gorra que usó él mismo en la Comuna);






así como, a estas alturas, quisiéramos


que Hegel, apeado del estrado de su cátedra,


hubiese visitado a Hölderlin un día


en su manicomio oculto de la torre


para escuchar cómo el demente


-sin reconocerlo tal vez en su delirio-


le habla de un viejo amigo de Tubinga


con quien, en mitad de una fiesta adolescente,


bailó una mañana, junto a un árbol


por ellos mismos levantado


(“Libertad”, lo llamarían)


tan fieros y felices como niños orinándose,


con el impudor de los puerros, frente al rey


(en la siesta monocorde del verano,


recordando novias suavísimas de Heidelberg,


los dos compañeros se confiesan:


la razón deben pedirle a la locura


su danza irreductible, la inocencia


con que el loco Hiperión, desde su torre,


enseña al profesor de la luz blanca,


la rosa de los vientos del Espíritu,


no termina en el Estado de los Césares,


se burla de las Prusias de los Káiseres);






así querría yo hoy que a William Blake


lo hubiesen dejado predicar un solo día


sobre el púlpito labrado de una iglesia


-la catedral de Westminster, por ejemplo-


en presencia de arzobispos y presbíteros


y de una multitud de feligreses


harta, como todas, de sermones.


Imagino el viento sagrado resonando,


por primera vez, junto a los mármoles,


mientras los cuerpos, desnudados por fin


como a la hora del agua o del amor,


se erizan con el paso del Dios vivo


y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre


devorando las ingles de las almas,


ahora tan intactas, tan ebrias y tan vírgenes


como la de aquel niño canoso viendo ángeles


a la hora en que arde Venus sobre Lambeth


y hasta las prostitutas de Soho profetizan.






ARMANDO ROJAS GUARDIA

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