miércoles, septiembre 19, 2007

Miranda por Arturo Úslar Pietri






MIRANDA

Tomado de Arturo Úslar Pietri, Oraciones para despertar, Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1998.

Discurso de orden en el Senado de la República el 14 de julio de 1966.


El Congreso Nacional de la República de Venezuela tributa hoy el más solemne, sincero y emocionado homenaje a Francisco de Miranda, en la ocasión dolorosa del sesquicentenario de su muerte.


En la alta noche del 13 al 14 de julio de 1816 el reo de Estado, Francisco de Miranda, agoniza en una sala del hospital de la prisión de La Carraca, en Cádiz. La estertorosa respiración se confunde con el resonar lejano del mar que trae el eco sordo de los libres caminos del mundo. Lo alumbra un cirio vacilante y lo acompañan silenciosos y sobrecogidos una monja, el prisionero peruano Manuel Sauri y su fidelísimo criado Pedro José Morán.


Llegaba a su doloroso fin y a su prometeica expiación la más extraordinaria personalidad que hasta entonces había florecido en el vasto, desconocido y rico limo del Nuevo Mundo. Era la flor y la asombrosa síntesis de tres siglos de historia y de magia creadora. Trescientos años de presencias, de encuentros, de conflictos y de mestizaje, en el más sobrecogedor escenario natural que el europeo hasta entonces había conocido, en el que los cristianos viejos de Castilla, con su pica, su cruz y su codicia heroica, entraron en contacto con algunas de las más viejas y cerradas civilizaciones del orbe. Con sangre y dolor y destrucción y fecundo maridaje estaba vivo y encendido el diálogo, o el combate o el casi erótico tejido de destino de Colón con los Taínos, de Cortés con el emplumado Moctezuma, de Atahualpa con Pizarro en la tarde increíble de Cajamarca. Se había levantado el gran coro confuso de la selva, el río, el rebaño de cumbres nevadas de la cordillera con las palabras entecas del castellano, las pajareadas voces del indio y la resonante saloma del negro.
De todo esto se había estado haciendo en verdad un Nuevo Mundo, que ya no era ni podría ser mera y simple prolongación de Europa, ni estática permanencia de lo indígena, sino ocasión contradictoria, rica y difícil creación de un nuevo tiempo de la historia. De esa condición y vocación extraordinarias hubo evidencia desde las primeras horas. La visión de la Utopía, que prendió en el alma generosa y desengañada de Tomás Moro, tenía su raíz viva en la emoción de las descripciones de Américo Vespucci; el gran despertar ansioso en busca de la fraternidad y de la libertad, que sacudió a Europa y la lanzó en la era de las revoluciones, tuvo su primer origen en la imagen del indio americano, puro, inocente, simple, que llevaron las primeras cartas de relación a un mundo prematuramente envejecido en la guerra, en la avaricia, en el odio y en el ansia de poderío. Un destino nuevo y distinto para el hombre en la nueva tierra fue lo que se propusieron, entre muchos que ya no recordamos, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, los jesuitas del Paraguay y todos los que en aquellos tres largos siglos de acomodamiento y creación creyeron que América debía ser la ocasión de un renacimiento de Cristo, o sea, de un renacimiento del hombre, o sea de un recomienzo de la historia para el bien, para la paz, para la justicia y para el amor.


Esa angustia de no ser pasivos herederos de una Europa mezquina, sino creadores de un nuevo tiempo para todos los hombres, esa pasión sin sosiego de afirmar el propio ser y la propia dignidad frente a un pasado oscuro y a un porvenir dudoso, esa conciencia de estar investidos con una misión que trasciende de lo personal y de lo inmediato, ha sido y es la marca de lo hispanoamericano en los más grandes espíritus que han florecido en este continente. En ninguno antes que en él se dio esa condición con tan imperiosa grandeza y con tan vasta y rica variedad como en aquel hombre que agonizaba en La Carraca hace ciento cincuenta años.


Su vida y su angustia eran la síntesis de un mundo y de su destino, que vino a concretarse en él, a reunirse en él, para cobrar plena conciencia de su condición y para ver declarados los caminos de su mañana inimitable.


Todo aquello debió haber desfilado por la mente del moribundo. Entrecerrados los ojos que tanto vieron, quietas las manos que tanto intentaron abarcar, muda la boca que en tantas lenguas expresó aquel espíritu inagotable, demacrada y rugosa la faz, con su nariz punzante y su mentón imperioso, la frente noble y la imborrable huella de la hermosura en las facciones, que vieron con asombro tantos hombres extraordinarios en las horas de la decisión y tantas mujeres maravillosas en el arrobo del amor, debía convocar las mejores horas antes que la sombra apagara el último destello de su conciencia.


Estaba viejo y envejecido a los sesenta y cinco años, pero hasta el último momento lleno de vigor y de esperanzas. Sólo los que tanto han dado a la vida pueden esperar tanto y tan desesperadamente de la vida. Era el reo de Estado, Miranda, preso, enfermo y olvidado, víctima del más falaz de los engaños, lejos de todo lo que le pertenecía y lo aguardaba, pero soñando y esperando, hasta aquella trágica hora sin regreso, en la fuga, en el regreso, en la vuelta al combate, a la tarea creadora, a la empresa de Colombia, a la creación del Nuevo Mundo.


Era en aquel mismo Cádiz de la prisión donde había desembarcado cuarenta y cinco años antes, en la soberbia y presurosa sazón de su encendida juventud. Venía de la Caracas remota, de la ancha casa penumbrosa y tranquila de su padre don Sebastián de Miranda, de las aulas rezanderas de la cercana Universidad Real y Pontificia, de las tertulias de chocolate y las procesiones del Nazareno, a la metrópoli afrancesada y curiosa de novedades que miraba más allá del Pirineo bajo el tricornio cabeceante del viejo Carlos III.


Podía ver su vida como una serie de nuevas vidas sucesivas. La recoleta y doméstica vida de Caracas se había cerrado, para comenzar aquella otra, llena de incitantes novedades, entre rostros nuevos y en el Madrid desconocido, sin más amparo que su viveza de ingenio y los doblones de don Sebastián, que es la del Capitán de Infantería don Francisco de Miranda.

Había empezado allí también a manifestarse aquella ansia de conocer y de estudiar que lo llevó a leer sin tregua y a acumular las más variadas y extensas colecciones de libros durante toda su larga existencia. Quería dominar lenguas vivas y muertas, adquirir conocimientos científicos, conocer la historia, el arte militar, las matemáticas, la naturaleza, la política, la literatura y el arte. Su apasionado peregrinaje por el mundo fue menos intenso, variado y sin tregua que su maravilloso viaje de deslumbramiento a través de los libros, las literaturas y las ciencias de los viejos y los nuevos tiempos. No hubo hombre de su siglo que hubiera reunido conocimientos más extensos y variados, ni biblioteca comparable a la que llegó a tener en Londres en sus años finales, en toda la extensión del continente americano.


Había tomado la carrera de las armas para servir y porque le atraía la acción, pero como en el viejo cantar de Gil Vicente, y a su manera, tan bella como el mar, como el caballo o como la guerra, como el paisaje o aun como la bella mujer inaccesible, era aquella gracia, aquella voluptuosidad, aquel gozo de la hermosa página impresa, de la rotunda frase escrita, de la revelación y el deslumbramiento de una nueva verdad en el fondo estremecido del pensamiento.
Hasta la cabecera del lecho de muerte lo hubieron de acompañar los libros, y pasaba sin esfuerzo del pensamiento vivo a la palabra escrita, de la acción a la historia, del presente al pasado, de los seres reales a los personajes de ficción, como sólo han logrado hacerlo los hombres de extraordinaria cultura y de muy ágil inteligencia.


Pero aquella pasión por el saber no fue de regodeo, placer o vanidad, sino que tuvo siempre un objeto, que a lo largo de los años se fue precisando cada vez con más claridad y poder. Era un saber para servir, era como otra forma de acción para alcanzar mejor y de manera más eficaz y completa el gran fin de su vida: dar la plenitud de su destino al Nuevo Mundo. Se lee la historia de las guerras antiguas y modernas y los clásicos del arte militar, porque habrá que combatir; consulta los anales de las grandes naciones y de los claros príncipes porque habrá que organizar un gobierno; estudia las escuelas, los hospitales, la construcción de naves, los reglamentos de policía, las reglas de higiene, la creación de jardines, la defensa contra las enfermedades, la educación de las mujeres, porque habrá que echar las bases sólidas de una sociedad civilizada y libre. La misma literatura no es para él tan sólo placer, sino revelación de costumbres, rasgos y caracteres que lo ayudarán a entender mejor a los hombres con los que va a realizar la gran empresa del mañana. Y lee a los filósofos porque aspira a construir sobre la verdad.
No quedó aquella vida limitada a la corte, al estudio, a la guarnición y a la busca de los ascensos y ni siquiera al bautizo de fuego en la guerra de África, sino que se lanza a un nuevo tiempo en una excepcional ocasión del cambio histórico.


Vuelve a América con las fuerzas españolas que van a coadyuvar a la Independencia de los Estados Unidos.


Allí mismo en Cádiz se reembarcó para aquel nuevo comienzo. Fue a Cuba y a la Luisiana. Vio nacer, bajo la impresionante majestad de la igualdad y la virtud, como en el sueño de sus más caros filósofos, una república en el Nuevo Mundo.


Es allí donde se decide su misión y comienza su empresa definitiva. Va a dejar el ejército español, va a despedirse con tristeza de su noble amigo Cajigal. Su designio es a la vez simple y grandioso en sus propias palabras: «La experiencia y conocimiento que el hombre adquiere visitando y examinando personalmente con inteligencia prolija en el gran libro del Universo, las sociedades más sabias y virtuosas que lo componen, sus leyes, gobierno, agricultura, policía, comercio, arte militar, navegación, ciencias, artes, etc., es lo que únicamente puede sazonar el fruto y completar en algún modo la obra magna deformar un hombre sólido y de provecho».


En el gran libro del Universo se va a hacer la obra magna de formar un hombre para un inmenso designio. Es precisamente por entonces, en aquel comienzo auroral de las instituciones republicanas del Norte, junto a Washington y a Adams, Hamilton y Knox que se forma en su mente la visión de aquella otra más vasta y poderosa república que va a extenderse desde California hasta el Río de La Plata, coronada de la nieve andina, bañada por el Pacífico y el Atlántico, justa, rica y virtuosa, que iba a ser Colombia, es decir, la realización final del Nuevo Mundo, la atrayente, enigmática y fecunda hija de Occidente y de las civilizaciones indígenas, llamada a conciliar los pasados enemigos y sangrientos en una nueva historia de paz y de luces.
A ello va a entregar la vida, los treinta y dos años que le van a restar de lucha, de esfuerzo, de búsqueda, de tentativa, de esperanza y fracasos, hasta aquella alta noche del angustiado y delirante yacer con su muerte en el camastro de La Carraca.


Había andado, había visto y había hecho aquel viejo cuerpo sacudido. Había llegado al Londres de Jorge III, hermoso y maduro en sus treinta y cuatro años, con su título de Coronel, con su prestigio de insurgente americano, con la deslumbrante variedad y sabiduría de su conversación para convencer hombres y avasallar mujeres. Tenía formado lo que él llama el proyecto por la libertad e independencia de todo el continente hispanoamericano con la cooperación de Inglaterra.


Había sido la época también de la larga vuelta al Viejo Continente con el ánimo de apurar ávidamente las experiencias y los conocimientos. A lomo de caballo, en chirriantes y polvorientas diligencias, por los fragosos caminos de montes y prados, o en alados y majestuosos veleros que cortan el mar con su aire de corsarios de la aventura, como otro Wilhelm Meister y acaso, sin saberlo, como otro Childe Harold, va el venezolano a las viejas ciudades y a las remotas a oír, a buscar, a entender. Pasa por los molinos de Holanda, por las ciénagas y los montes de Prusia y de Sajonia, entra a la vieja, musical y rococó villa imperial de Viena, pasa por los prados del Danubio húngaro y penetra en Italia. Habla con los dignatarios importantes, va al teatro, asiste a los conciertos, discute con Haydn de la música de Boccherini, visita las curiosidades, corteja las damas, reúne recuerdos, informes y apuntes de viajes y en la noche de la posada, cuando no lo visita una ninfa de paso, lee hasta la madrugada a Virgilio o a Erasmo, a Rousseau o a Gil Blas, o declama a Virgilio, mientras mordisquea las ciruelas que alcanza del árbol con la mano en la ventana de la alcoba. Recorre a Italia desde Venecia hasta Nápoles. Las picarescas aventuras se mezclaron con los graves coloquios sobre América con los jesuitas expulsados. Llega a Grecia a beber serenidad y armonía con los ojos de un neoclásico, pero con el corazón henchido de una sed sobrehumana, como más tarde el «Don Juan» de Byron, que era de su misma raza.
Va al más remoto seno del Mediterráneo Oriental a las tierras del sublime señor del Gran Serrallo, al Egipto del vertiginoso testimonio del profundo pasado y a Turquía, a las misteriosas calles y plazas de Estambul, a la fina sombra de los más esbeltos y altos minaretes que escriben con su punta de estilo de alabastro la inacabable alabanza de Alah en el azul del cielo.

Pero tampoco se detuvo allí. Entró por el Mar Negro al fabuloso y desconocido imperio de Todas las Rusias, al reino de Catalina, la Semíramis del Norte, autocrática e ilustrada, que con la misma mano castigaba a sus revueltos boyardos y halagaba a los filósofos y a los poetas.
Es el gran tiempo de meterse en el drama contemporáneo como en la escena del más vasto e imaginativo teatro. A veces para confundir, a veces para ocultarse, a veces, acaso, por la pura dicha de inventar un personaje o de hacer más perfecta e increíble la aventura, es coronel, conde, mártir de la inquisición, Monsieur de Meyrat, el caballero Meyrof, o, como en el anagrama de una novela sentimental, el señor Amindra, pero siempre y en todo momento el caraqueño Francisco de Miranda al servicio de la Independencia de América.
Pasa por los países escandinavos y vuelve por Holanda para visitar a Suiza y a Francia. Han pasado cuatro años de andanzas y está en París cuando en Versalles se instalan los Estados Generales convocados por el Ministro Necker bajo la bonachona pasividad de Luis XVI.
Es como si hubiera concurrido a otra gran cita de la historia. En la voz temblorosa de los hombres de la gran Asamblea, en las resonantes frases de Mirabeau, en las primeras gacetas revolucionarias, ve hacer su entrada a un nuevo personaje de inconmensurable dimensión a la escena que hasta entonces habían llenado reyes y señores; se ha incorporado el pueblo. Ya estaba de regreso en Londres cuando ocurre la Toma de La Bastilla el 14 de julio de 1789. No vio el sol de aquel día de ira y heroísmo, de cabezas cortadas y de esperanzas inmortales, de cantos y de picas, de barricadas y de arengas, en las calles de París, como tampoco ahora, veintisiete años más tarde, iba a ver la luz del 14 de julio iluminar los muros leprosos de la vieja fortaleza de Cádiz.


Pero el impacto de aquel gran suceso resonó profundamente en su alma. El ideal de los filósofos de su tiempo, las ideas de Montesquieu y de Rousseau, iban a convertirse en realidad. El hombre reclamaba la plenitud de sus derechos de hijo de la razón y derribaba de un puntapié magnífico las carcomidas antiguallas del viejo régimen.


Lo que hasta entonces no ha logrado en Inglaterra con el cauto Pitt y con los fríos y sagaces políticos de Westminster, puede quizás obtenerlo con los hombres que anuncian para la humanidad una nueva aurora de libertad, igualdad y fraternidad. En 1792 está en París y muy poco después de su llegada se le encomienda el comando de un cuerpo de ejército con el rango de General y parte para el frente del Norte. Combatió en los Países Bajos y en Bélgica junto a Dumouriez y a Felipe Igualdad. Con el mismo fino oído con que seguía las sinfonías de Haydn, o los versos de Racine, oía y distinguía el bronco coro de los duelos de artillería que encendían la noche de murallas y campanarios de las viejas villas flamencas. Era de entonces el sable corvo, el aro en la oreja, la casaca azul con alamares de oro y la cabellera empolvada recogida en un lazo. Era toda una nueva vida que se le abría ante las variables e ilimitadas posibilidades. La gloria, el poder o el patíbulo. Es el contertulio de los hombres y las mujeres más famosos de la hora. Vive rodeado de libros y obras de arte, con el mejor vino y los mejores cocineros. Madame de Staël lo lleva a su salón como la más extraordinaria de las curiosidades. El joven Bonaparte le mira con antipatía. Allí pudo decidirse para siempre aquella vida para quedar como un nuevo y glorioso hijo adoptivo de la Francia republicana o para concluir bajo la cuchilla relampagueante de la guillotina.


Pero aun en aquella hora tan auspiciosa y embriagante, bajo su uniforme de General de la Revolución, a la cabeza de las tropas del pueblo o en los dorados salones de París no olvida ni un momento su empresa, como lo declara en aquella misma hora a su amigo el conde Varonzov: «Que yo me haya unido a los defensores de la libertad no debe extrañaros, puesto que sabéis que es mi divinidad favorita y que me consagré a su servicio mucho antes que la Francia hubiera pensado en ello. Pero lo que me ha decidido con más fuerza es la esperanza de poder un día ser útil a mi pobre patria, que yo no puedo abandonar».


Dos años después, salvado por milagro de la guillotina, está de nuevo en Londres con el mismo desesperado empeño de obtener ayuda para la Independencia. Su casa es el centro de toda la actividad revolucionaria hispanoamericana. Allí llegan los mensajes confidenciales, los emisarios sigilosos, los miembros de las sociedades secretas, los impresos, las proclamas. El ex jesuita Viscardo y el joven Riquelme, que ha de ser en la gloria Bernardo O’Higgins. Él teje su inmensa ola de esperanzas y golpea tesoneramente a las puertas de ministros y generales con su inagotable fe.


Fue entonces la hora de la desesperada y solitaria tentativa. Solo iría, si no querían darle ayuda, a llamar a su pueblo a la libertad o a ofrecerse en holocausto. Con escasos recursos y limitadas posibilidades vuelve a los Estados Unidos. Encuentra demasiada cautela para ayudarle, pero aquel hombre de cincuenta y seis años, serenamente decidido al sacrificio final, no se arredra. Es la expedición del «Leandro», que es el viaje de los Argonautas y también el descenso al reino de los muertos de nuestra mitología política. El viaje de los Argonautas porque allí iba a encontrarse y a nacer el inmortal vellocino de oro, azul y rojo que ha sido y ha de ser nuestra bandera mientras exista Venezuela. Y el viaje al reino de los muertos, porque la heroica tentativa se estrella ante la hostil indiferencia de los criollos. No hay una mano que se le tienda para empuñar un arma, sino soledad enemiga y repudio para el hombre que después de treinta años de tenaz faena en la ausencia viene a ofrecerles el milagroso don de la libertad. En el fracaso de la expedición del «Leandro» ha podido terminar la trágica e inmortal aventura de Francisco de Miranda, pero el moribundo de La Carraca bien podía recordar que lejos de ser así fue entonces cuando comenzó lo más duro y decisivo de su largo combate.


Ha vuelto a Londres, a los libros y a la actividad conspirativa. Correos, instrucciones, mensajes, van y vienen. Hay quejas y recriminaciones, pero no desesperanza. No ha terminado la jornada. Estaban allí con él todavía su indomable voluntad y una mujer fiel.


En la larga velada de la agonía hay también una mujer junto al moribundo, la monja enfermera que le habría de cerrar los ojos. Pensaría, acaso, que en todas las ocasiones y en formas muy diversas, nunca faltaron en su vida. Americanas ingenuas, complicadas «ladies» londinenses, rusas caprichosas, escandinavas de fuego, apacibles holandesas, inquietas italianas y refinadas francesas. En sus papeles de viajes estaban los billetes de amor, las aventuras nocturnas, los adulterios galantes, las artificiosas «liaisons» al eco de la tertulia chisporroteante de los salones de París. En los dos extremos de lo más hondo e inviolado de su sensibilidad y su ternura de hombre andariego pudieron haber quedado, entre todas, dos mujeres muy distintas. Aquella maravillosa marquesa Delfina de Custine, toda gracia y refinamiento, toda espíritu y voluptuosidad, flor increíble de la ruina del Antiguo Régimen y de la charca de la guillotina, que lo amó con la más completa profundidad de carne y espíritu, sin que pudieran ambos llegar a olvidarse nunca. Y luego, segura, confiable, doméstica, señora de la casa, del reposo, de los libros y del sosiego, aquella Sarah Andrews, que estuvo a su lado en los años culminantes de su trágica aventura, que le dio dos hijos que iluminaron sus años finales con alegres promesas: Leandro y Francisco, que guardó con imperturbable fidelidad, su casa, sus libros y su memoria y a la que él llama, con cierto pudoroso remordimiento, en su ultima voluntad: «Mi fiel ama de llaves». Sin duda, ama de las llaves de su paz y de su intimidad. Pero en aquella hora todas estaban lejos o lo habían precedido en el viaje sin regreso. Las temblorosas manos de la monja fueron en aquella hora las dulces y tiernas manos de todas las mujeres de su vida.


Cuando menos podría haberlo esperado, la larga y paciente labor tuvo su más inesperado y favorable cambio. El 19 de abril de 1810 aquella Caracas que parecía dormida, despierta con fiereza y decisión, depone al Gobernador español y asume su autonomía. Había ocurrido al fin el gran hecho.


A la casa de Grafton Street llegan las nuevas jubilosas. El caballero del irrenunciable ideal se vuelve a encender de entusiasmo juvenil. Todos los reveses y las desesperanzas parecen olvidados.


En el mes de julio de 1810 llegan a aquella sala, que presiden los bustos de Homero y de Sócrates, tres enviados de la Junta de Caracas que vienen a tratar de obtener el apoyo del gobierno inglés. Dos de ellos tienen menos de treinta años y miran con viva curiosidad al fabuloso caballero que les tiende los brazos. Se llaman Simón Bolívar y Andrés Bello. Aquella conjunción increíble había sido señalada como para marcar la hora cenital del nacimiento de Venezuela. En el recato de aquella sala de Londres se oyó hablar a Venezuela por las tres voces más altas e imperecederas que podían representarla ante la historia universal.


El gran clímax de la prometeica aventura se acerca. Viene el regreso a Caracas, después de cuarenta años de ausencia. La curiosidad y la desconfianza surgen a su alrededor con sombría y constante presencia. Es demasiado grande aquel hombre para las aldeanas mezquindades de la pequeña villa, viene de demasiada historia y de demasiada leyenda para que pueda inspirarles confianza, sabe y habla de todas las cosas y ha estado en todos los grandes acontecimientos. Es el contertulio de Washington y de Napoleón el que viene a sentarse incómodamente en el comadreo de rencillas de los mantuanos.


Va al Congreso Constituyente y deslumbra con su sabiduría y su elocuencia. No hay un solo venezolano que pueda disputarle su grandeza, sus servicios eminentes y sus títulos a la autoridad, sin embargo, cuando se va a elegir el primer Gobierno Colegiado, no hay para Miranda ninguno de los tres puestos. No le quedará sino decir con amargura: «Me alegro de que haya en mi tierra personas más aptas que yo para el ejercicio del Supremo poder».
No lo iban a llamar sino en la hora de las desesperadas dificultades. Cuando a la sombra de instituciones inadecuadas cundiera la anarquía y el caos social en todo el territorio, cuando bisoños oficiales a la cabeza de tropas colecticias no supieran organizar ni utilizar sus fuerzas, cuando el tesoro se halle en ruinas y la confianza pública trepide, cuando aparezca el fantasma del terror en los campos y todos tiemblen ante la inseguridad de la hora, se acordarán de él para pedirle que se ponga a la cabeza de un ejército inexistente, para que organice un Estado que no existía sino en el papel de la Constitución y para que enfrente con buen éxito la más formidable combinación de circunstancias adversas. Ni Venezuela lo podía entender, ni él podía comprender y encaminar aquella sociedad caótica que bullía desorientada a su alrededor. En la soledad de las largas veladas del campamento veía llenarse de sombras el porvenir y borrarse la imagen esplendorosa de aquella Colombia ideal, patria de la justicia y del bien.


Lo que le queda entonces es la capitulación burlada, el desmoronamiento de la resistencia y la desmoralización de la derrota. La otra madrugada del 31 de julio de 1812, cuando lo llaman en el sueño para anunciarle que sus propios oficiales lo detienen. Se levanta sereno e impasible; con su mano izquierda alza el brazo en que Soublette lleva una lámpara, para iluminar la triste escena.
Contempló a cada uno de los circunstantes y dijo: «Bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche». Más que un gesto de profundo desengaño, era la voz del oráculo que anunciaba los tormentosos anales de nuestra larga desunión civil. En el fondo de la conciencia venezolana resuena y debe resonar para siempre aquella voz que en la más trágica hora de su existencia condenaba y maldecía la anarquía estéril, la violencia estúpida y el desacato a las instituciones y a la autoridad legítima.


El resto fueron prisiones, grillos y el amargo esperar. De la prisión de San Carlos en La Guaira, al fuerte de San Felipe en Puerto Cabello, a la fortaleza del Morro en Puerto Rico y, por último, en noviembre de 18 14, a las Cuatro Torres del Arsenal de La Carraca. Cuatro años de larga, aherrojada e insufrible agonía que llegan a su fin en aquella hora de la alta madrugada del 14 de julio de 1816.


Allí expira a la una y cinco minutos y apenas muerto lo llevaron con colchón y pertenencias a la fosa sin nombre y quemaron cuanto pudo quedar de él.


Pero nada podía haber terminado allí. Se engañaban los carceleros y los centinelas. Se les había fugado el prisionero, el peligroso reo de Estado. El alba del día inmortal iba a iluminar más allá de los ásperos muros de la prisión al vasto Atlántico y a alcanzar las llanuras y los montes del Nuevo Mundo, de la Colombia ideal, donde flotaba su bandera, donde veinte naciones mirarían con veneración como el iniciador y precursor de su libertad a aquel mismo Francisco de Miranda, que parecía haber muerto tan solo.


Aquí está el Congreso de Venezuela, aquí está el pueblo que él sirvió, aquí está viva la bandera que él nos trajo y aquí está presente, ejemplar y señero, Francisco de Miranda, Generalísimo del compromiso de gloria y de grandeza que fue y que tiene que ser Venezuela.


Arturo Úslar Pietri, 14 de julio de 1966

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