La otra locura
Para Platón, en el Fedro,
existen cuatro tipos de locura benéfica. Y son “locuras benéficas” por que
están inspiradas por los mismos dioses. Lo dice textualmente: “al delirio
inspirado por los dioses es al que somos deudores de los más grandes bienes”.
Las cuatro “locuras inspiradas” son, según Platón: la mantica, motivada por la influencia de Apolo, a través de la
cual un hombre o una mujer tienen, dentro de una determinada constelación de
acontecimientos, la intuición del futuro, de lo que depara el porvenir; la locura inspirada por las musas, por
medio de la cual el sujeto humano se siente vocacionalmente inclinado a
celebrar en un texto literario, sobre todo poético un aspecto de la realidad
(Platón afirma que “todo lo que intente aproximarse al santuario de la poesía
sin estar agitado por este delirio que viene de las musas (…) estará muy
distante de la perfección”; la locura
erótica-afectiva, inspirada por Afrodita y Eros, a través de la cual, al
enamorarnos, alcanzamos ─son palabras de Borges─ a “ver a los otros como los ve
la divinidad”; y, en cuarto lugar, la
locura que viene de Dyonisos, el dios del cuerpo, del vino y de la
tragedia, así como también de las emociones, mediante la cual el ser humano, a
través de un instante donde comulgan el frenesí y el sosiego sagrados, se pone
en contacto con la contextura emocional orgánicamente entrelazada a su propio
cuerpo.
Este último tipo de locura, el dionisíaco, merece un
comentario adicional. Dyonisos es el dios de la locura por antonomasia, tanto
de la locura destructiva y aniquiladora, como de la iluminadora, es decir,
aquella que significa el acceso a un nivel superior de conciencia. Heráclito
afirma que “Dyonisos y Hades son uno y lo mismo”. ¿Por qué? Porque siendo
Dyonisos el dios del cuerpo, el tipo de conciencia que él propicia es trágico;
necesariamente involucra a la muerte (es por medio de nuestro cuerpo que
tenemos conciencia de la muerte). Pero es que, además, los rituales dionisíacos
son esencialmente iniciáticos: en toda iniciación de lo que se trata es de
pasar de un estado de conciencia inferior a uno superior; ese paso implica una
forma de muerte. De modo que la locura dionisíaca no es sólo el delirio
destructivo, el frenesí aniquilador, sino también el curativo el sanador, el
que produce un sosiego iluminativo y, en verdad, superior a la mera tranquilidad intrascendente.
Así pues, la locura es un fenómeno psíquico ambivalente.
Existe la locura patológica, enferma en el sentido de que disminuye la
vivacidad del sujeto y atenta, en general contra su vida y la vida de su
conciencia. Y existe la otra forma de locura, la que lo conduce a vislumbrar
niveles de realidad ubicados más allá de la vida ordinaria, para acceder, a los
cuales ella es el vehículo privilegiado. Esta es la locura “inspirada”, la que
propulsa y libera zonas del propio ser que en la cotidianidad anestesiante se
encuentran soterradamente dormidas. Un gran filósofo de la religión, español,
llamado Xavier Pikaza, afirma que la auténtica experiencia religiosa es una
especie de manía, o de posesión
sagrada, a través de la cual el sujeto se abre, en última instancia
gozosamente, a lo que se le muestra en el ámbito de lo sagrado. No olvidemos
que la palabra manía viene del
vocablo mana, que es aquel con el que
los antropólogos designan la energía sagrada que desprenden ciertos objetos y
estados anímicos. Hablar de la experiencia religiosa como de una especie de
manía significa a firmar que ella es una forma de locura, movilizada por una
energía sagrada que nos lleva a morir a un tipo de conciencia vinculada a la
vida ordinaria, la-de-todos-los
días, para situarnos en otro, más entrañable y denso, donde tocamos las
profundidades de la belleza visible, el fondo último de lo que existe. De esta
manera, locura, manía e inspiración, se hacen equivalentes semánticos de la
palabra entusiasmo, que significa
etimológicamente “ser poseído por el dios”.
Thomas Merton escribió un bello ensayo, incluido en su
libro Incursiones en lo indecible,
titulado “Una meditación devota en memoria de Adolf Eichmann”, donde afirma que
“uno de los hechos más inquietantes que se manifestaron en el proceso de
Eichmann fue que un psiquiatra lo examinó y lo declaró perfectamente cuerdo”.
Eichmann era un funcionario tranquilo, “equilibrado”, impertérrito, meditativo,
ordenado, sin imaginación. Sentía un profundo respeto hacia el sistema, la ley
y el orden. Despachaba meticulosamente su trabajo burocrático, su empleo
administrativo, que daba la casualidad de que era la supervisión y ejecución
del crimen en masa, el asesinato ─técnicamente planificado─ de seis millones de
seres humanos.
Desde un punto de vista estrictamente científico,
Eichmann no estaba loco. Merton ironiza diciendo que “los que calculan
fríamente cuantos millones de víctimas puede considerarse que vale la pena
sacrificar en una guerra nuclear supongo que también salen muy bien parados en
los tests de Rohrschach”. Este tipo de cordura está en las antípodas de la
locura benéfica, inspirada, que contacta con lo sagrado al impregnar al hombre
de una vitalidad psicológica, en medio de la cual otea inéditas regiones del
ser y formas superiores de realización humana. Quizá esa diferencia es a la que
quiso aludir Michel de Montaigne cuando afirmó, en el capítulo V del tomo III
de sus ensayos: “tiene la cordura sus excesos y no necesita menos de la
moderación que la locura”.
Y todo este asunto nos lleva a hablar de la especificidad
de la locura en el Occidente moderno, tal como ella se nos muestra en El Quijote. Tú sabes que el Occidente
moderno se caracteriza, por el predominio de la razón instrumental y técnica
como único acceso posible a la verdad. Lo verdadero se convierte en lo
empíricamente verificable y cuantificable, en lo que la mano puede palpar y
manipular y utilizar. Esa identificación confusa de lo verdadero con lo
empírico permite que el misterio, religiosamente entendido, sea evacuado de la
realidad y esta se torne chata, plana y superficial. Otras civilizaciones que
no lograron ni logran alcanzar una ínfima porción de los adelantos técnicos de
Occidente moderno superan a este en lo espiritual y lo moral; sencillamente por
que en ellas no se dio ni se da esa hegemonía de lo racionalmente instrumental
como aproximación privilegiada a la verdad, ni esa confusión entre lo verdadero
y lo empíricamente útil, ni esa chatura de la superficialidad de la realidad
como fruto de la evacuación del misterio. Además el Occidente moderno también
se caracteriza por el predominio de la razón burocrática y administrativa como
única manera de organizar la sociedad; en consecuencia, dentro de él, del
Occidente moderno, la cotidianidad se transforma en mero tiempo intercambiable
y mecánico: ya no podemos vivirla de modo mistagógico, es decir, como una forma
pedagógica de acercarnos al misterio (así la vive el monje zen que “carga la
leña y corta la grama” pensando meditativamente en la solución del koan que le
propuso esa mañana su maestro; la vive abismalmente, en la frontera quemante de
la iluminación).
Todo ello se traduce en el hecho brutal de que en el
Occidente moderno se produce un empobrecimiento de la vida simbólica. Max Weber
hablaba de un “desencantamiento del mundo” como fruto del advenimiento de la Modernidad. Y uno de
los rasgos negativos de ese “desencantamiento” es precisamente la disminución,
el empobrecimiento de la vida simbólica en el hombre occidental y moderno. Al
hablarte de la “vida simbólica” me refiero, ante todo, a la interpretación que
le otorgamos a nuestra existencia: esta será tanto más rica, psíquica y espiritualmente,
cuando la interpretación que le demos esté también llena de riqueza y densidad.
Esa interpretación ─siempre simbólica─ de nuestra existencia se encarna y
concreta en el relato que nos contamos a nosotros mismos a los fines de
otorgarle sentido a nuestra vida. Se trata de la narratividad ─en última
instancia mítica─ que nos gobierna desde adentro, la ficcionalidad simbólica
donde se afinca toda la donación de sentido que otorgamos a lo que somos,
tenemos y hacemos.
Pues bien, El Quijote representa, a mi juicio, la
protesta contra el empobrecimiento de la vida simbólica en el marco del
Occidente moderno. Su locura significa la denuncia subjetiva del agotamiento de
las posibilidades, también imaginativas, que caracteriza la psicología y, en
general, la vida mental del ser humano en el medio de la sociedad
Occidental-Moderna. Alonso Quijano simplemente quiso contarse de una manera-otra,
más imaginativamente plena, el relato que le daba sentido a la vida. Rechazó el
tedio existencial que le adviene al hombre y a la mujer cuando se obtura la
polivalencia interpretativa que hace digna de ser vivida la existencia humana.
Que Cervantes tuviera la genial intuición antropológica de colocar esa protesta
y esa denuncia en los umbrales de la modernidad es de una perspicacia
literalmente asombrosa.
Yo creo que muchos hombres y mujeres enloquecen en
nuestros días por hambre de vida simbólica: su locura, como la del Quijote, es
una protesta. Y existen los otros, los “cuerdos” como Eichmann, tan bien
ajustados a la implacable maquinaria colectiva que han perdido toda capacidad
de objetar, discrepar: son pensados por esa maquinaria, no piensan ellos por sí
mismos, no alcanzan la estatura de una genuina identidad espiritual. ¿Cuál de
esas dos locuras, la que subvierte lo normativizado socialmente, o la que acata
hasta el fin (y en ese sentido es anormal), resulta, a fin de cuentas, la
moralmente perversa?
A propósito de la necesidad de una verdadera vida
simbólica en el seno de la civilización occidental y moderna, cuya ausencia
origina la protesta implícita de la locura quijotesca, vale la pena releer
algunos textos de Simone Weil. Como sabes, ella se planteó echar las bases de
un amplio y profundo programa de reforma de la cultura moderna, desde sus
cimientos económicos, sociales y políticos, que revirtiera la amenaza que se
cierne sobre esa cultura: la deshumanización. Una de las causas de esa
deshumanización consiste precisamente en la disminución cualitativa, en el
detrimento imparable de la vida simbólica que debería impregnar el mundo del
trabajo. Los obreros en las fábricas y los campesinos en los medios rurales no pueden
hacer su trabajo desde la óptica de una inmensa vida simbólica por que todos
los condicionamientos laborales de su actividad se lo impiden. La monotonía, la
repetición, el gesto mecánico constantemente hecho, la necesidad imperiosa de
tener que acoplarse y adaptarse a la velocidad inhumana de la máquina: todo ello motivado no por
la entrega existencial a una vocación sino por la mera exigencia de “ganarse el
pan”, de sobrevivir económicamente, le roba al trabajador la posibilidad de la
atención que le permita descubrir el lenguaje espiritual del trabajo. Y este
lenguaje es siempre simbólico. El lenguaje del mundo, en tanto dirigido a
nosotros los hombres, es un lenguaje simbólico y, por eso mismo,
connaturalmente polisémico: permite múltiples lecturas (el símbolo vehicula
siempre varias lecturas posibles de él). Es en ese sentido que Simone Weil
afirmaba que para los obreros y campesinos “los únicos objetos sensibles en los
que pueden poner atención son la materia, los utensilios, los gestos de trabajo.
Si estos objetos no se transforman en espejos de la luz, es imposible que
durante el trabajo la atención se dirija hacia la fuente de esta luz”.
Para eso, “hay que limpiar el espejo y leer los símbolos
que desde la eternidad están inscritos en la materia”. Afirmaba igualmente:
“las leyes de la máquina que derivan de la geometría (…) contienen verdades
sobrenaturales”. Los campesinos, más allá de la mera urgencia de trabajar para
mantenerse con vida, deberían poder captar, dentro de su propia actividad, el lenguaje
simbólico de la naturaleza. Se trata de promover y fomentar, en las fábricas y
en el campo, y, en general, a todo lo largo y ancho del universo laboral, la
facultad psíquica y espiritual que para Weil es el pivote de toda
espiritualidad: la atención. “(…) El peor atentado, el que tal vez merezca
compararse con el delito en contra des espíritu, que no tiene perdón, si no se comete inconscientemente, es el
atentado contra la atención de los trabajadores”. Una consecuente e intensa
vida simbólica empieza precisamente por la atención y, para Simone Weil, la
verdadera atención es siempre religiosa: “Dios es la fuente de la luz; esto
significa que todas las clases de atención no son más que formas degradadas de
la atención religiosa”. Al desvincularse de toda atención religiosa, la
modernidad se prohíbe a sí misma recurrir al más basto y profuso reservorio de
una vida simbólica que posee la historia humana; se impide a sí misma buscar
inspiración en él para encarar la tarea de existir sobre la tierra. Al agostar este
hontanar de vida simbólica, el hombre occidental y moderno no alcanza el nivel
de atención que le permite vivir la poesía de la cotidianidad y vivirse el
mismo como el poema de Dios. Poesía y poema sólo concebibles si entendemos el
universo como desde hace milenios lo ha entendido la experiencia religiosa:
como imagen simbólica y metáfora de la sabiduría divina. Poesía y poema que se
actualizan, implícita y a veces inesperadamente, en las imágenes de las cosmogonías
de los pueblos llamados primitivos, en el idioma psíquico de los niños y en el
delirio psicótico. Es en ese sentido que David Cooper, el gran antipsiquiatra
británico, se atrevió a afirmar que “los esquizofrénicos son los poetas
estrangulados de nuestra sociedad”.
Deseo terminar nuestra conversación de hoy sobre la
locura con una alusión a un aspecto del fenómeno antropológico y cultural que
ella encarna y que ha sido puesto de manifiesto, me parece que de manera
brillante y definitiva, por Michel Foucault. En su imponderable Historia de la locura en la época clásica,
Foucault formula que, con respecto al asunto del estatuto social del loco, la
modernidad burguesa supuso el pasar de una visión trágica o cómica pero siempre
respetuosa e incluso reverente a la locura, que era la que imperaba en la Antigüedad y en la Edad Media, hacia un
gran temor: la locura como amenaza respecto a la razón moderna. Aquel respeto
premoderno por la locura, que veía a esta como un poder casi demiúrgico,
revelador de cosas que la razón prefiere ignorar, dio paso a la expulsión del
loco hacia los márgenes de la sociedad y a su policial y carcelario encierro.
En otra conversación te referí que, según Foucault, ya en el siglo XVII, en el
comienzo de la formación de la mentalidad moderna, al loco se le encierra porque
se entiende que no es un sujeto económicamente fiable y porque su desarreglo
mental atentaría contra la solidez del orden familiar burgués. Pero ahora
quiero mencionarte, siempre de acuerdo con Foucault, el último y más
sofisticado resultado de aquella expulsión y aquel encierro: el control que
ejerce la modernidad burguesa sobre sus miembros es perverso, insidioso e
invisible y, en el caso del loco, ese control se vuelve superlativo al hacer
que, en medio de su encierro, entre el loco y él mismo se ahonde una distancia
infranqueable: es preciso que él tome conciencia de su estado, sentido como
falta, como anomalía monstruosa. Se le induce a considerarse en ese estado como
distinto a lo que se querría que fuese, distinto a lo que debería ser. El encierro
se internaliza hasta hacer que el loco sienta su locura como falta que es
preciso reparar. Le toca ahora vivirla en la culpa. Esa experiencia interior de
la locura como culpa se manifiesta, primero, a través del miedo (se amenaza con
castigos cualquier expresión exterior de demencia, a fin de que la angustia
obligue al loco a un control constante sobre sí mismo); segundo, a través de la
vigilancia (se lo rodea de miradas inquisitivas que puedan sorprender la más
mínima manifestación de irregularidad ─se responde a ella con reacciones
apropiadas a cada oportunidad), a objeto de que el loco acabe por interiorizar
esa vigilancia y, la constituya en mirada de sí mismo sobre sí mismo, mirada
que corrobora la distancia que lo separa de la norma; tercero, a través de la
humillación (humillar al loco en su locura para que la viva desde la vergüenza
y se desee ajeno a sí mismo y añore, mediante la angustia que significa escapar
de sí, la reinserción en la sociedad normativizada); y cuarto, a través del
juicio (se hace nacer en el loco el remordimiento perpetuo por su diferencia).
El final de ese proceso punitivo y alienante consiste en que el loco llega a
admitir que el médico y los enfermeros y enfermeras saben más de él de lo que
él sabe de sí mismo. Así se cierra la cadena circular que lo aherroja.
Este es el aspecto oscuro de la locura como patología
mental. Si yo me he salvado de la punición y la culpa, y de vivirla como una
mácula y una llaga moral, a pesar de que numerosas hospitalizaciones
psiquiátricas me han constreñido en parte a vivirla de ese modo, es que he
tenido la gracia providencial de haberme relacionado con dos terapeutas, ambos
jungianos, que me insuflaron una auténtica reverencia hacia ella, hacia la
lección espiritual que le estaba impartiendo a mi psique. El primero es Rafael
López Pedraza. Todavía recuerdo nítidamente el día en que me dijo: “no concibo
un buen terapeuta que no sienta un profundo respeto por la locura”. Y el
segundo es Jean-Marc Tauszik. Una tarde, después de la magnífica interpretación
que realizó de un sueño que yo había llevado a la sesión terapéutica con él, me
dijo lo siguiente: “Armando, así como Rafael Cadenas escribió ‘Derrota’ y ‘Fracaso’, como
expresiones de una deuda de gratitud hacia la huella espiritual que le dejaron
momentos muy difíciles de su vida emocional, me parece que tú deberías escribir
un texto literario sobre tu propia experiencia de la locura, que ha significado
para ti no solamente noches oscuras del alma y escombros psíquicos, sino
también el acceso a estadios más altos de conciencia y libertad interior”.
Atendiendo a esta sugerencia escribí a finales del 2004 La desnudez del loco. Y por eso el poema está dedicado a Jean-Marc.
Se trata de un texto que confirma en mí lo que, con gratitud y respeto hacia sí
misma, escribió Ida Gramcko en el
pórtico de Poemas de una psicótica:
“Me alegra saber que, aun durante el sufrimiento de mi enfermedad, yo continué
siendo poeta”.
Para terminar quiero leerte como obsequio a tu paciencia
un poema de Emily Dickinson que expresa mejor, en tan sólo ocho breves versos,
todo lo que torpemente yo intenté decirte hoy:
“Mucha locura es el más divino Sentido─
A un Ojo discerniente─
Mucho Sentido─ la más total Locura─
Es la
Mayoría de la gente
La que en esto, como en todo, prevalece─
Asiente y estás cuerdo-
Objeta─ y en seguida eres peligroso─
Y atado con una cadena.
Capitulo inédito de un próximo
libro
Publicado en Tal Cual, 4 de
noviembre, 2012