(poeta Armando Rojas Guardia)
A Jean-Marc Tauszik
(...) El Señor Dios llamó al hombre -¿Dónde estás? Él contestó: -Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo (...) Y el Señor Dios le replicó: -Y ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? (Gen 3, 9-11)
1
La hora de bañarse era a las doce.
Bajo la ducha todos, uno a uno.
Las paredes: amarillentas, desteñidas.
El sol del mediodía en las ventanas.
Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles y el rotundo imperio de la luz de agosto.
Nos desvestíamos con prisa (El enfermero conminaba a hacerlo de ese modo).
Juntos y desnudos ante los cuatro grifos de los que brotaba la ancestral terapia aplicable en estos casos: agua fría.
Llegábamos en grupos hasta el baño, desamparada fraternidad de cuerpos, goteantes carnes, en la mitad del mundo -porque estar allí era una cósmica intemperie, la orfandad meridiana y absoluta:
verse a sí mismo, desnudo ante los otros, desnudos también ellos, devolviéndonos a la solar ingrimitud de ser un cuerpo parado allí frente a los ojos del escrutinio ajeno, sin la sombra bienhechora y cobijante del pudor:
sólo desnudo como el Adán culpable con la conciencia súbita de estarlo en la desolación panóptica del día, justo en el eje de las doce en punto.
Sí, el sol en las ventanas también era un ojo coherente y vertical:
la mirada de Dios, omnividente, de la que deseábamos huir, sólo escapar para no sentir la vergüenza de ser vistos siempre desnudos, con el sudor manante.
Y el agua de la ducha va cayendo sobre la desnudez flagrante y compartida y no aminora el ardor de ese Ojo vivo clavado en la pulpa de ser hombre, ese sol sin párpados brillando sobre la piel empapada por el chorro de un gran incendio líquido.
Nuestros pies chapotean en los pozos que las grietas del piso hacen aflorar en torno a ellos y un asco en flor asciende hasta la boca:
náusea del agua corrompida que pisamos, de esos viscosos charcos, de la humedad pringosa, del olor a orina, de las losas sucias, asco de tanto desamparo genital en el centro nítido del cuerpo mientras el paranoico estupor del mundo permanece acribillado de ojos y más ojos dentro de la totalidad de la canícula.
Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.
Cabeceaban los árboles. Agosto refulgía, preciso, en la luz densa que gravitaba alrededor del patio.
El almuerzo aguardaba (la comida era tomada con las manos: los cubiertos podían significar intentos de suicidio).
Y esa ración de cárcel en los dedos venía a ser otra manera, avergonzada, de ser siempre observados -ahora ridículos, asiendo un puñado de arroz con la torpeza del que no se habitúa a comerlo de ese modo-, en cada bocado masticando el pánico desnudo de Adán a mediodía que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.
2
Pero él no quería bañarse a la hora en que todos debíamos hacerlo. Deseaba estar bajo la ducha de acuerdo a un horario personal, imprevisible: por la mañana o por la tarde, no a las doce. ¿Cuáles motivos conducían a ese raro deseo que implicaba automáticamente indisciplina, una heterodoxia de hábitos violentando el código impuesto, normativo?
Quizá era la necesidad, la urgencia de escapar, a tiempo y a destiempo, de aquel Ojo calcinante ante el cual todos estábamos desnudos, de refrescar con el ímpetu del agua esa fiebre atroz que exponía nuestra íngrima vergüenza a la mirada de los otros, del Otro único y múltiple oteándonos allí, en caliente, escudriñándonos, examinándonos. Acaso era el llamado a sentirse permanentemente higiénico, limpio de cualquier contaminación corporal en la cual se proyectara la puntual acechanza de la culpa, la de ser -y no sólo la de estar sucio. Tal vez quería bañarse a solas, alejado de la promiscua convergencia que nos reunía a los demás alrededor del chorro, de aquel hacinamiento donde toda la privada, la íntima percepción que tiene el cuerpo de sí mismo era abolida y sacrificada al mero hecho animal de estar no ya juntos sino yuxtapuestos como en la horda y el rebaño. ¿O ese anhelo de baño no sujeto a reglamentos consistía en el ansia de instaurar un espacio individual, oxigenadamente libre -estar desnudo en medio del agua guarda también un sentido de libertad física, plena- dentro del cual la convención, lo estatuido y la costumbre se amoldaran a los dictados vivaces del cuerpo, y no éstos a ellos, penetrando, así, en una autonomía, en una independencia insólitas?
Al enfermero le disgustó esa conducta al margen de las reglas. Blandiendo con la mano derecha el rejo que utilizaba para rubricar gestualmente su autoridad entre nosotros, una mañana sacó al muchacho -desnudo, por supuesto- de su baño personal y lo condujo al calabozo (porque había en ese caserón un calabozo) y lo encerró allí durante horas. Siempre me he preguntado lo que ese compañero sentiría en aquella habitación hedionda, sin un mueble, en medio de los muros húmedos, sentado o acostado sobre el cemento helado, mirando la desleída claridad que se apelmazaba sin gracia en los cristales de un alto tragaluz, único contacto posible con el sol que, afuera, festejaba al patio, y con el viento matutino, y con el cielo absurdamente remoto a esa hora del día. Estaba desnudo el prisionero.
Otra desnudez, distinta a la buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral, bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro de aquel calabozo: la de estar sin abrigo en la gélida humedad, y la de estar excluido, siendo un réprobo.
3
Un joven lo iba siguiendo, cubierto tan sólo con una sábana. Le echaron mano, pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo. (Mc 14, 50-52)
Nosotros, desnudos, en el baño -el baño era el resumen convergente de toda nuestra vida en esa casa y el muchacho desnudo en su prisión éramos y aún somos aquel hombre que Marcos infiltra, subrepticio, en el Getsemaní de entonces y de ahora.
¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús con la carne lunar cubierta apenas por el único ropaje de una sábana en esa noche de sudor de sangre, de inescuchada súplica, de la traición del beso, de antorchas y grupos, túnicas y espadas, rumor de pasos entre la maleza, amontonadas sombras al acecho, humillación y arresto y, al final, los tercos gallos del amanecer?
¿Qué pasión inaudita puede conducir a alguien a salir hacia el oprobio y la amenaza, bajo la indiferencia universal de las estrellas con sólo una íngrima sábana por ropa?
¿No había fiebre en la mente de ese joven?
¿No obedecía su presencia allí, y su atavío, a una conciencia distinta a la ordinaria, a una visión de Jesús que no cabía en el tácito régimen oficial: lo acostumbrado?
Marcos señala, con exactitud, que lo seguía.
Seguía, pues, a Jesús como un discípulo, como lo hacían algunos en su patria, como hay que hacerlo ahora, un día tras otro.
Un discípulo era, iluminado por un ardor mental que lo llevaba a exponerse al peligro, a trastocar los hábitos -incluso el de vestirse como todos-, a autoexiliarse del lugar común del que la razón colectiva se alimenta para entregarse -únicamente con su sábanaal subterráneo, rebelde axioma del Proscrito, a la réproba lógica del envés, la cara oculta de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo.
Eso significaba, para él, ser un discípulo.
Y eso significa todavía.
Se escapó desnudo. Sólo desnudo podía huir de la muchedumbre ávida de sangre, la soldadesca insomne, la confusión de voces y de gritos, los empujones, los insultos, huir de la hora societaria de la ley buscando al Transgresor, al Reo de siempre.
Su desnudez fue momentánea libertad para escapar de la gregaria trama que necesitaba a su víctima expiatoria, al señalado eterno con la culpa de no ser como todos: el distinto.
Pero no huía, no, de la Pasión.
Estaba todo él -su presencia en el relato lo confirma- inscrito en la tragedia que la noche del jueves diseñaba para cualquier discípulo del Réprobo:
lo imagino andando ahora desnudo primero al ras de las ortigas que en el monte le laceraban la piel, luego en las calles ante el unánime asombro de vecinos, transeúntes, maldiciendo acaso su impudicia, preguntándose de dónde vendría sin ropas a esas horas.
Su desnudez era observada, escudriñada con curiosidad objetante, minuciosa.
¿Qué sintió, desnudo, al llegar a su cuarto y pensar en la casa de Caifás, llena de gente?
Quizá escuchó él también el canto de los gallos en la vergüenza núbil de la aurora.
Nosotros todos éramos y somos aquel evangélico muchacho:
las doce del día bajo la regadera y la mañana en el calabozo configuran una única noche detenida, un mismo Getsemaní agónico.
Éramos y somos, como él, aquellos afiebrados buscadores de lo que no se nos ha perdido, los perpetuos perplejos ante lo real, que para los demás es únicamente sólito -una simple magnitud de la costumbre-, los que, merced a un privilegio padeciente, ven al mundo al revés, al colectivo desde una periferia contumaz, al hombre con el virgen sobresalto del asombro, al universo entero girando en el pavor del primer ser humano frente al fuego o la exclamación de una llanura oceánica (vivimos de atávicos terrores que los otros se escamotean a sí mismos, para estar a salvo de la estupefacción del firmamento sobre el inmóvil Jardín de los Olivos).
No, nunca fue fácil vivir para nosotros.
Llenos de nuestro metafísico estupor, nuestra disonancia ante la Ley, nuestra subversión vocacional, nuestra manera tangencial, oblicua, de ser miembros de la especie, nuestro seguimiento metafórico -cubiertos por una única sábana precaria en las alucinaciones, el delirio, la depresión, las fobias, la manía de Aquél de quien se habló de esta manera:
está loco de atar, ¿por qué lo escuchan? (Jn 10, 20) y más cruelmente todavía:
sus parientes fueron a echarle mano, porque se decía que no estaba en sus cabales (Mc 3, 21) -La locura como metáfora e imagen del seguimiento de Jesús:
pues la sabiduría de este mundo es locura para Dios (1 Cor 3, 19) Un modo inconsciente de seguirlo que puede convertirse en voluntario si uno toma conciencia de la gracia que ha sido recibir la enfermedad como invitación a vivir de otra manera, con temor y temblor ante el milagro de existir todos los días, bajo el cielo.
Y desnudos. Estamos desnudos, como el joven, en el baño o en mitad del calabozo escapados, desnudos del uso compartido de la razón social que exige víctimas y clava, desnudo, en el madero al que por ser diferente carga todas las culpas de los que son iguales al rasero común, a la horma idéntica.
La locura es aquella desnudez a través de la cual nos escapamos de la cotidianidad de esa razón legislativa que fabrica, marginándolos, a los parias, los manchados, los impuros -Fue el loco Rey Lear quien, por serlo, pudo sentenciar ante un Edgar confidente desde la desolada majestad de su delirio:
Nadie es culpable, nadie, digo que nadie: yo seré su fiador La locura como inocencia absolutoria que desviste a los hombres de sus culpas.
4
Pero esa desnudez libérrima conoce la paradoja de ser también la otra, la propia desnudez ya percibida como maldición al ser examinada por los ojos de los otros, por la pupila del Otro frente a la cual nos desprotege ese mismo estar desnudos, observados por la visión ajena que se llaga en la conciencia de sí, hasta su médula.
Y el desnudo al que ya no le importaba el cómodo ropaje de la sujeción busca ahora, desesperadamente, ser vestido por la aprobación de esa mirada que lo escarba, esclavizándolo.
Las dos desnudeces se entrelazan dentro del cuerpo único del loco.
Y me pregunto si acaso la salud, la sola curación posible y deseable que no aportan ni aprontan sanatorios con sus multitudinarios baños de agua fría y calabozos para el deseo disidente (¿Pensé, estando allí, en Auschwitz, en Dachau?) consiste en romper la trama inextricable que confunde la una con la otra:
la libertad desnuda de Adán en el Jardín y esa misma desnudez ya avergonzada.
(Armando Rojas Guardia, Papel Literario, El Nacional, 5 Febrero 2005)
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