El
centro y la periferia
Hay un
sentimiento soterrado, y a veces muy explícito, en nosotros los venezolanos.
Más que una conceptualización es eso, una suerte de sensación, un sentimiento:
la sensación y el sentimiento de fracaso. Algo profundo en nuestro sentir
colectivo se relaciona orgánicamente con lo fallido, lo truncado, lo abortado,
lo desgarrado, lo desviado, lo extraviado (como una flecha que no logra dar el
blanco).
Esa sensación o sentimiento de fracaso tiene,
a mi juicio, dos causas objetivas: primero, la “capitis diminutio”, la
disminución de nuestra autoestima nacional al compararnos siempre con la gesta
heroica que está en la base, en el comienzo de la vida republicana de
Venezuela. Todos nos sentimos crónicamente disminuidos frente a la envergadura
política y militar, y en general existencial, de aquella nuestra primera hora
histórica. Ese sentir ya estaba presente en el siglo XIX: al fallecer Fermín
Toro, Juan Vicente González escribió: “Ha muerto el último venezolano”. Todos
nos sentimos disminuidos porque no nos percibimos héroes. Y la psicología
colectiva dentro de la cual se nos educa es una psicología heroica. El
resultado fatídico de este aprendizaje es que siempre nos sentimos por debajo
del estatuto heroico de nuestros padres fundadores. Desde el lienzo de Arturo
Michelena, que todos contemplamos siendo niños, Francisco de Miranda nos mira
inquisitivamente dentro de su prisión de La Carraca: sus ojos nos juzgan, nos interpelan, nos
demandan y nosotros, en nuestras pobres vidas de hombres y mujeres del siglo
XXI, nunca estamos a la altura de aquel juicio, aquella interpelación y aquella
demanda. La psicología del héroe tiene mucho de épica adolescente: el héroe
busca autoafirmarse ante el mundo (por eso, por esa obsesión auto afirmativa,
la gesta heroica es tan egótica). De modo que anclarnos como país en la
psicología del héroe significa estar permanentemente retrotraídos a nuestra
adolescencia republicana, negarnos a salir de ella. Pero lo crucial es que ese épico
trasfondo psicológico, como referente axial de nuestra vida colectiva, no nos
evita –sino, antes al contrario, nos empuja a darnos de bruces contra él– el
contraste permanente de nuestros modestos logros históricos con la magnitud de
aquella edad heroica, la primera de nuestro devenir nacional.
La segunda causa objetiva de nuestro
sentimiento de fracaso ha sido la enorme dificultad del acceso de Venezuela a
la modernidad. Es como si no alcanzáramos a ponernos al día con la tarea de ser
un país institucionalmente moderno. Y eso lo sentimos todos; repito, más que
una constatación conceptual es una sensación, un sentimiento. Una sensación y
un sentimiento que pueden adoptar modalidades aristocratizantes, como el “finis
patriae” de algunos de nuestros modernistas (pienso sobre todo en Manuel Díaz
Rodríguez) que se afinca en el diagnóstico de la realidad nacional como a punto
de ser material y simbólicamente dominada por la barbarie, por la definitiva
regresión histórica. O bien modalidades implícitamente pesimistas, que plantean
una especie de acuerdo entre el afán modernizador y la áspera –y, para esta
modalidad, ineludible– realidad de nuestro atraso: el “cesarismo democrático”
de Vallenilla Lanz, ese flagrante oxímoron, representa, junto con la actitud de
algunos positivistas frente a la situación del país, la más estruendosa
aceptación de nuestro fracaso histórico. O bien modalidades estético-literarias
más optimistas, aunque trágicas: es el caso de Canaima, de Rómulo Gallegos: Marcos Vargas, como personaje,
simboliza en buena medida lo incumplido de nuestro destino nacional, la cita
que tenemos contraída desde siempre con nuestra inacabada identidad colectiva y
que no termina de realizarse (en ese sentido Canaima es una propuesta estético-literaria más complejamente
trágica que la de Doña Bárbara; ésta
viene a ser más esquemática y maniquea y, por eso mismo, más superficial). Pero
la modalidad más frecuentada y más significativa simbólicamente que adopta en
la literatura venezolana el sentimiento de fracaso por no acabar de ingresar el
país a la órbita institucional moderna es el que podríamos llamar “discurso de
la marginalidad”. Sucede como si el
fracaso eligiera hablarnos dentro de muchos textos importantes de la historia
literaria venezolana, desde el punto de vista de la periferia (precisamente lo
marginal es periférico): los personajes de La Lluvia,
el mejor cuento de Arturo Uslar Pietri; Mateo Martán, el protagonista de Los pequeños seres, de Salvador Garmendia;
la prostituta sin rostro de La mano junto
al muro, de Guillermo Meneses; los dos homosexuales de La
Revolución, de Isaac Chocrón, o el país en alquiler o en
venta de Asia y el Lejano Oriente,
también de Chocrón; los personajes de Caín
Adolescente y El pez que fuma, de
Román Chalbaud; Cosme y Pío Miranda, respectivamente en Acto Cultural y El día que me
quieras, de José Ignacio Cabrujas; Andrés Barazarte, quien protagoniza País portátil, de Adriano González León;
el hablante lírico de los dos poemas de Rafael Cadenas titulados ejemplarmente Derrota y Fracaso; hasta el grupo de jóvenes que, en Falke, de Federico Vegas, fracasa en su sueño de poner fin a la
dictadura gomecista: todos son voces marginales, todos corporizan nuestra
periferia, nuestra dificultad para acceder históricamente al centro, nuestro
fracaso existencial, colectivamente psicológico, institucional. La mayoría de
estas voces no es heroica: muchos de estos personajes son más bien antihéroes y
ello resulta también significativo.
La única manera de revertir la negatividad de
nuestro sentimiento de fracaso es encararlo, no reprimiéndolo, ni
disfrazándolo, ni edulcorándolo con nuevas posturas épicas que nos alejan de
nuestra realidad histórica truncada. Con la psicología de las masas colectivas
ocurre algo análogo a lo que pasa con la psicología individual: López Pedraza
afirma que son tres los factores psíquicos que impiden que el individuo se
deslinde de la óptica triunfalista y llegue a situarse en una madura y profunda
“consciencia del fracaso”, más allá de la tesitura psíquica dentro de la cual
la indiscriminada y avasalladora aspiración al éxito mantiene al sujeto en la
imposibilidad de acceder a niveles cada vez más altos de consciencia y
libertad. Esos factores son: la huella psicológica del “eterno adolescente”,
con sus aspiraciones encandiladas por el brillo heroico; la superficialidad de
la histeria, cuya sofocación intrapsíquica hace permanecer a la persona en un
frenesí cotidiano donde no puede auscultarse de verdad a sí misma; y el
comportamiento psicopático, cuyo vacío existencial sólo puede ser llenado por
la imitación compulsiva de modelos gregarios. Efectivamente, a tal nivel
colectivo se producen esos tres factores y, de ese modo, un sujeto social, como
el venezolano, no puede mirar de frente su propio fracaso y convertirlo en kairós, es decir, en oportunidad
creadora. Oportunidad para repensarse a sí mismo, para escoger de manera
inédita sus prioridades, para elegir, por ejemplo, una modernidad o una
postmodernidad que de verdad le incumba (porque hay una modernidad triunfalista,
esclava de la religión del éxito, incapaz también de una fértil “consciencia de
fracaso”: la palabra loser encierra
toda una mitología abyecta que predomina, en muchos aspectos y con otros
revestimientos culturales, en la igualmente adolescente, histérica y
psicopática contemporaneidad norteamericana).
Ramón Escovar Salóm repetía, hasta muy poco
antes de su muerte, que en vez de pretender ser una potencia mundial, Venezuela
debería buscar parecerse a naciones como Suecia, Noruega, Dinamarca o Finlandia,
países pequeños y medianos, sin afanes históricos grandilocuentes pero donde
las instituciones y los servicios públicos funcionan de manera óptima, junto
con la convivencia democrática y un clima de máxima tolerancia social. Ajustar
nuestros paradigmas heroicos a ese modelo civilizatorio nos reconciliaría con
nosotros mismos.
Porque “consciencia del fracaso”, como
oportunidad individual o colectiva, es también seguir una ruta que nos traza el
poema de Rafael Cadenas, Fracaso, al
cual yo haría una lectura obligatoria en todas las escuelas del país, para que
nos sirviera de antídoto, de revulsivo y de advertencia desde la niñez: la ruta
no épica, ni heroica de salir de la cháchara, de la panoplia, de la frivolidad,
del inmenso espejismo petrolero, hacia el paladeo gustoso de nuestros límites,
nuestra menesterosidad, nuestra indigencia, para transformarlos en creatividad
espiritual y madurez salvadora. Sólo así la marginalidad dejará de ser una
maldición, una condena, y se constituirá en una verdadera llamada, en una
genuina vocación, en una manera-otra, insólita, de acceder al centro.
Por supuesto que se puede. Cuando asumimos
conscientemente la marginalidad lo hacemos, de modo tácito e implícito,
tratando de transformar esa misma marginalidad en un centro inédito. Eso
debería estar claro para un cristiano. Forma parte esencial del patrimonio
doctrinal del cristianismo. El postulado de que la salvación no viene del
centro sino de la periferia. Cristo nació en un establo “porque no había lugar
para ellos (José y María) en la posada”. El verbo se hizo en carne no en Roma,
ni en Atenas, ni en el “Sancta Sanctorum” del templo de Jerusalén, sino en los
arrabales de una minúscula ciudad de una provincia marginal del imperio romano;
y no en una casa familiar, sino en un establo. Su nacimiento fue primero
acogido por un sector despreciado de la sociedad israelita. En el evangelio de
Juan se lee que, al tener las primeras noticias de Jesús, Natanael pregunta en
alta voz: “¿de Nazaret puede salir algo bueno?”. Para el cristianismo, a Dios
se lo encuentra en los lugares periféricos y marginales, aquellos que más nos
obligan a salir en voluntario éxodo
hacia las afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical
del Otro, especialmente si ese Otro es el excluido, el marginado, el que vive
en la periferia de la tópica convencional. El evangelio de Lucas es explícito:
“(…) sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a los pobres, a
los lidiados, a los ciegos y los cojos…” Esta es la última y suprema invitación
al banquete mesiánico. Esos “pobres lisiados, ciegos y cojos” simbolizan a
todos los marginados: es la heterotopía evangélica, cuyo máximo exponente es el
mismo Cristo, crucificado por la ley en los márgenes de la ciudad, entre dos delincuentes,
marginados como él. Nadie puede celebrar un ágape cristiano si no invita a él,
simbólica y realmente, al excluido; si no se ubica, de una forma y otra,
heterotópicamente, en la periferia y la marginalidad donde viven los segregados
por los que se sientes ubicados a sus anchas en el seno del discurso del poder.
La lección, no sólo histórica, sino
existencial, e incluso psíquica, de todo ello es que el centro de los
acontecimientos paradójicamente está en la periferia: allí donde no lo
esperamos encontrar. Se trata de una lección que podemos rastrear incluso hasta
en el patrimonio mítico y folklórico de numerosos pueblos y en los cuentos de
hadas, tal como los recibimos de los hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen:
el hermano menor y despreciado cifra la salvación, el detalle marginal e
inadvertido se convierte en el eje de los sucesos narrados, lo preterido,
olvidado o puesto en la retaguardia termina ocupando el primer plano, lo último
se metamorfosea en lo primero. Para decirlo otra vez bíblicamente: “la piedra
que desecharon los constructores es ahora la piedra angular”. De manera que la
marginalidad, que es connaturalmente una situación incómoda y difícil, puede
ser un privilegio. En Venezuela tenemos un ejemplo paradigmático de marginalidad
creadora. El Castillete de Armando
Reverón no es sino el lugar heterotópico
y concreto del espacio mental, totalmente al margen de la vida social y
artística de su tiempo, desde el cual él se ofrendó a su pintura. Y estando
contundentemente al margen logró darnos algunas de las más primordiales
imágenes con las que cuenta nuestra espiritualidad colectiva. Su marginalidad
lo colocó, de modo inexorable, en el centro.
Hace mucho tiempo que pienso que mi entera
existencia se desenvuelve dentro de cuatro marginalidades interconectadas. Son
marginalidades que la vida me ha impuesto, pero que, al asumirlas consciente y
voluntariamente, han terminado por convertirse en opciones personales: ellas
configuran una suerte de vocación que me pone, al margen, en muchos sentidos,
del tipo de sociedad en la que nací y del modelo civilizatorio que la
caracteriza. En primer lugar la marginalidad del cristiano: no es solamente la
naturaleza intrínsecamente periférica de la opción cristiana, como intenté
describírtela hace un momento, sino el hecho colateral, pero igualmente
significativo, de que en Venezuela, para las élites intelectuales el binomio
semántico intelectual-cristiano resulta atípico, excéntrico. Esas élites
intelectuales son, más que laicas, en verdad laicistas: no conciben que alguien
pueda ser intelectual o artista y simultáneamente católico. De modo que al
elegir el cristianismo católico como plataforma existencial y al escribir desde
él, me coloco a mí mismo en un espacio intelectual y estético periférico. En segundo
lugar, vivo la marginalidad de ser poeta dentro de una sociedad productivista y
económicamente competitiva, regida por la entronización de la mercancía, en
medio de la cual la palabra poética no es rentable, no se traduce en dividendos
lucrativos, habla desde una esfera cualitativa que no se deja reducir a lo
empíricamente cuantitativo y verificable, escapa de los alcances de la mera
racionalidad instrumental y técnica. Pero, es que además, ¿cómo no va a ser
marginal el poeta en un país que, pese a contar con una de las mejores
tradiciones líricas de la lengua española, paradójicamente no propicia, como
paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de consciencia donde se haga
posible la experiencia poética? En tercer lugar, la marginalidad del homosexual
en una sociedad falocrática y machista, donde no hay paradigmas positivos para
el eros homoerótico y los homosexuales recibimos la condena tácita o explícita
del ostracismo. Y en cuarto lugar, la marginalidad del paciente psiquiátrico:
éste es expulsado del marco social y encerrado policialmente por dos razones:
porque no es un sujeto productivo, tal como estipulan los cánones económicos de
la civilización burguesa que deben serlo todos los sujetos, y porque su
“disfuncionalidad” mental se ubica fuera de los patrones culturales de la
familia igualmente burguesa: aquella “disfuncionalidad” atenta contra la
solidez de ésta, la subvierte. Yo he sido durante años paciente psiquiátrico y
guardo en mi memoria las llagas morales ocasionadas por esa exclusión
específica que he compartido con muchos compañeros de todas las edades y clases
sociales en clínicas y hospitales. Y aunque en este momento de mi vida parezco
venir definitivamente de regreso de tal exclusión lacerante, no se me escapa ni
por un momento que el día en que, por razones de involuntaria problemática
mental, vuelva a ser un sujeto económicamente improductivo y atente contra los
cánones estatuidos, soterrados o explícitos, del orden familiar burgués, seré
otra vez arrojado a los márgenes de la sociedad y encerrado policialmente.
Estas cuatro marginalidades, me ubican, en
efecto, aquí y ahora, dentro de la
Venezuela de hoy, en un lugar-otro, a contracorriente. Como
te decía: en la medida en que, más que aceptar, asumo consciente y voluntariamente
esas cuatro marginalidades con ese talante psíquico y espiritual que Nietzsche
llamaba “amor Fati”, es decir, amor al propio e indoblegable destino (la
lectura estudiosa de los dramaturgos griegos nos pueden enseñar cómo se alcanza
la estatura trágica haciendo que entren en comunión, dentro del propio
psiquismo, la libertad y el destino); yo las elijo como mi vía personal de
acceso al centro. Cristiano, poeta, homosexual y paciente psiquiátrico son
sendas periféricas que me llevan, así lo espero, a la centralidad existencial
inédita.
Por otra parte esas marginalidades, al
interconectarse, configuran una vocación de soledad. En virtud de ellas, yo soy
vocacionalmente un solitario. En el primer texto de Poemas de Quebrada de la
Virgen, hablo de mí como un “monje laico”. La palabra
española monje viene de la griega monachos, que significa solo. Siempre
han existido y existirán monjes, o sea, seres humanos que se sienten llamados a
la soledad, y no necesariamente dentro del ámbito claustral de un monasterio.
Seres vocacionalmente al margen de los prevalecientes modelos civilizatorios
que signan determinadas horas históricas, al margen de comportamientos
gregarios y masificados, al margen de los patrones colectivos. Ellos empiezan
por escoger una vida cotidiana dentro de la cual la soledad tiene la primera y
la última palabra, porque esta cotidianidad solitaria les permite salir del
circuito social de lo que Pascal llamaba la “diversión”, es decir, el ruido, el
ajetreo y el tumulto, la anestesiante vocinglería social enemiga del desarrollo
interior, de la lenta maduración del alma, cuyo desenvolvimiento exigente y
pausado tenemos que proteger. Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Simone Weil
y Thomas Merton fueron, cada uno a su manera, solitarios de ese tipo, monjes
que nos interpelan desde la marginalidad asumida.
De mí depende y de nadie más, que mi soledad
se degrade a un individualismo militante, sordo y ciego frente a las heridas
sangrantes de mi entorno, o, por el contrario, venga a ser una soledad poblada
de presencias amadas, llena de atención, de tacto y de delicadeza ante el dolor
ajeno. Una vez más: cristianamente hablando, esa sería la única manera de que
mi marginalidad alcance el centro. La soledad es la otra cara de la comunión.
Bien entendida no se opone a ésta: la supone y la implica.
Para terminar, y como colofón de estas
reflexiones en torno a la relación entre el centro y la periferia, quiero
contar cómo un día, en Mérida, dentro del marco de un evento literario donde
coincidimos, Eugenio Montejo de pronto me dijo inopinada y abruptamente:
“Armando, tú estás siempre donde está el logos”.
Este elogio abrumador, desgraciadamente, no es cierto, como lo compruebo todos
los días. Pero ojalá Dios me conceda hacerlo alguna vez verdadero.
ARMANDO ROJAS GUARDIA (2012)
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