Cinco años sin Eugenio Montejo, por Oscar Marcano
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Este 5 de junio se cumple un lustro de
ausencia de nuestro Eugenio Montejo. Era un amante de las formas como
nadie. Cuidadoso en todos los aspectos. Ajeno a disonancias. Generoso y
sencillo. Pese a ser uno de los grandes de la lengua, su humildad lo
acercaba al hombre común y este rasgo lo hacía aún más grande.
De su obra mucho se ha escrito. Mucho se
escribirá. Por su hondura, su fineza en el lenguaje, por su sagacidad y
horizontes meditativos, pero sobre todo por ese don tan suyo de
sacralizar las cosas.
Sus observaciones conmovían. No hubo día
en que no llegara con una imagen, un pensamiento o una breve historia. Y
es que, como buen noctámbulo, todo cuanto llenaba sus alforjas era
producto de las horas. De pronto sacaba su libretita, leía un apunte y,
con infinita tersura, algo bello y hasta entonces arrinconado, se
desperezaba en nosotros.
Una sola vez lo vi descompuesto. Fue una
tarde en que bebíamos café. En la mesa de al lado, una joven se reía de
un modo estridente, grosero. Tanto, que dificultaba nuestro diálogo.
Eugenio debió interrumpir varias veces lo que decía. La última vez
volteó hacia ella un tanto malencarado, pero la chica, ajena por
completo a modales y comedimientos, no se dio por enterada. Resignado,
el colígrafo dijo casi para sí: «Pobre, Dios no le dio la gracia de la
risa».
Nunca olvidaré su inexpugnable recato
(«En un viejo país desabrochado, yo iba de puerta en puerta mendigando
la forma»*) el cual, a mi ver, era el portentoso influjo de Aidós en el
poeta. Su pudor y delicadeza me confirmaban y se lo dije, el ascendente
de la deidad en él. Dice el Hipólito de Eurípides: «En la vega intocada,
donde el pastor no se atreve a apacentar el rebaño, donde nunca
irrumpió el hierro filoso, por donde solo pasa la abeja en su vuelo
primaveral, ahí reina Aidós vertiendo el rocío del elemento puro».
La gran experiencia con él fue la creación de Escribas, la
cátedra que, junto a Adriano González León, fundáramos para estimular
la apreciación literaria y la labor de los jóvenes escritores. Durante
los almuerzos disfrutamos de su verbo y de sus experiencias en Lisboa,
ciudad que amaba, Buenos Aires, Ciudad de México, y París, ciudad que no
se le dio. Allí nos narró sus contentos y desencuentros. Fueron dos
años gozosos hasta que partió Adriano en enero, al reencuentro de su
niebla. Luego le siguió él, a vertebrarse en Manoa. Ambos, del modo más
infausto: cuando el país más los necesitaba.
Si alguna vez fue cierto que la palabra
refunda, fue con Eugenio Montejo. Iba de la hoja seca al banco de plaza,
del bahareque al piso cincuenta del Ávila. Sus interlocutores, los
árboles. Sus consentidos, los pájaros. Su novia, la muerte.
Al saber que nos mudábamos para una
casa, nos regaló un arbolito. «Tú pasa en el carro y yo te lo bajo», me
dijo. «Es un joven cotoperí que duerme en el balcón». En efecto, el
pequeño bulto podía verse desde abajo. «Haz que lleve mucho sol», me
indicó. «Riégalo bien. Después lo plantamos tomándonos un lindo vino».
Jamás completamos el protocolo. Se cruzó
el destino. Pero su crío vegetal sigue a salvo, aguardando el día.
Eugenio se fue y jamás quiso que supiéramos que se iba. Se marchó como
vivió. Sin hacer ruido. En puntillas.
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*La frase se la confió Eugenio al poeta
sevillano, Francisco José Cruz. Lo hizo en Caracas —escribió Cruz— meses
antes de ponerse enfermo: «Se trata de un apunte, aún inédito, ya no
recuerdo si de él mismo o de Blas Coll»
Oscar Marcano
es un escritor venezolano. Fue galardonado con el Premio Jorge Luis
Borges, otorgado en Argentina. Puedes leer más textos de Oscar aquí y seguirlo en twitter en @oscarmarcano
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