En memoria de Susana Rotker
Por Tomás Eloy Martínez
Para La Nación
Para La Nación
HIGHLAND
PARK, N. Jersey.- Hacia las cuatro de la tarde, el 27 de noviembre pasado,
Susana Rotker y yo nos sentamos en su escritorio a discutir algunas de las
ideas que ella acababa de agregar a su ensayo "Ciudades escritas por la
violencia". Hacíamos lo mismo desde 1979, cuando nos conocimos. Cada vez
que alguno de los dos necesitaba sentir la resonancia de sus ideas en otro ser,
nos leíamos en alta voz, con cierto aire de desafío y también con la esperanza
de que el otro asintiera y dijera: "Sí, qué bien, cómo me habría gustado
escribir eso". No sé cuántas veces le repetí la frase aquella tarde. Había
-hay- reflexiones notables en ese ensayo que estudia el miedo y la impune
violencia de las ciudades como fenómenos que crecen y alcanzan a todos.
"Es el reino de la fatalidad -escribía Susana hacia la mitad del texto-:
no se acusa a nadie y al mismo tiempo se acusa a la sociedad entera." Su
inteligencia era como una luz: se movía en todas direcciones, con una
intensidad que jamás declinaba, y era maravilloso tocar esa luz, porque
desprendía calor, y felicidad, y fuerza: pocas luces podían llegar tan hondo
con tan pocas palabras. El lenguaje no sirve para expresar las sensaciones de
miedo, decía Susana. El miedo es tan inexpresable como el dolor. Oí esa misma
frase infinitas veces, durante los infinitos días que siguieron.
"No viene nadie"
Algunos
profesores de la Universidad de Rutgers -donde ambos trabajábamos- nos habían
invitado a ir aquella tarde del 27 de noviembre a un encuentro profesional en
Piscataway, cinco kilómetros al oeste de donde vivíamos. Ninguno de los dos
tenía ganas de hacerlo. Yo estaba por terminar otro capítulo de una novela en
la que ya llevo muchos meses de retraso y al día siguiente debía viajar a
México para participar del Foro Iberoamericano organizado por Vicente Fox,
Carlos Fuentes y el empresario argentino Ricardo Esteves. Susana, a su vez,
tenía que corregir la versión en inglés de su libro Cautivas , revisar
los trabajos de tres estudiantes cuyas tesis doctorales estaba dirigiendo y
decidir cuándo y con quiénes haría la primera conferencia del Centro de
Estudios Hemisféricos, la institución ambiciosa que había fundado en
Guadalajara, México, para que los creadores e investigadores del continente
pudieran terminar sus obras sin apremios ni distracciones.
Al final
fuimos, por inercia. El estacionamiento de la casa estaba lleno y debimos dejar
nuestro automóvil enfrente, al otro lado de una calle de doble circulación en
la que los accidentes rutinarios -deslizamientos en el hielo, choques sin
consecuencia- se cuentan por los dedos de las manos. Oímos un par de discursos
y a eso de las siete y media, luego de cambiar miradas cómplices desde lejos,
empezamos a despedirnos. La oí decir: "No hay tiempo. ¡Tengo tanto trabajo
por hacer!" Salimos, tomados de la mano. Hacía frío. La noche era espesa,
húmeda, y la raya temblorosa de un avión atravesaba el cielo. "No viene nadie
-dijo Susana-. ¿Qué te parece? ¿Cruzamos ahora la calle?" La conocí en
1979 -ya lo he dicho-, cuando organizaba la redacción de El Diario de
Caracas. Pregunté quién era el mejor crítico de cine de Venezuela, y en todas
partes me dijeron, sin vacilación alguna: "Susana Rotker. No te va a ser
fácil llevarla a un periódico nuevo". No lo fue, es verdad. Susana era
demasiado joven, tenía un éxito inmenso con la columna que publicaba todos los
días en el diario El Nacional , y su belleza cortaba la respiración.
Después supe que se creía fea y sin gracia, que dudaba de su talento, que amaba
las grandes causas pero no se creía capaz de encabezar ninguna.
Ejercicio de reflexión
Contra lo
que suponían los demás, todo desafío nuevo la entusiasmaba. A veces, ciertos faits
divers -como llaman los franceses a las crónicas policiales- disparaban su
imaginación y escribía sobre ellos crónicas espléndidas, conmovedoras. A uno de
esos hechos alude enigmáticamente en el primer capítulo de Cautivas :
una mujer quemada viva por un marido fanático e intolerante en Maracaibo.
Después, cuando ambos fuimos a Washington y ella completó su doctorado en
literatura en la Universidad de Maryland, la densidad y el incendio de su
inteligencia crecieron día tras día, de manera casi visible, táctil. A partir
de las crónicas norteamericanas de José Martí emprendió un ejercicio de
reflexión sobre el nacimiento del escritor profesional y sobre los cruces entre
literatura y periodismo que iban más allá de todo lo que se había escrito hasta
entonces. Siempre admiré su método de trabajo: rumiaba durante semanas un tema
y lo sacaba afuera luego de golpe, en un día o dos. Más de una vez la vi entrar
en su escritorio a las tres de la tarde y salir de él a las tres de la mañana
con cincuenta páginas impecables, que fluían como el agua.
Yo soy
lentísimo, en cambio: rara vez voy más allá de una página o dos por día, con
resultados inferiores. Si no la hubiera tenido a mi lado, las tres novelas que
publiqué a partir de 1985 no serían lo que son. Ella salvó a mi imaginación de
los naufragios en que sucumbe a veces, cuando navego entre la verosimilitud y
la exageración, y me dio la ternura que hacía falta para no desfallecer en esa
empresa de Sísifo que es la escritura de cualquier novela, valga o no valga la
pena. ¿Cómo íbamos a suponer que yo estaría condenado a exponer alguna vez
estas triviales intimidades? Todo texto es fatalmente autobiográfico, pero las
columnas de prensa no tienen por qué convertirse en un confesonario. Si
traiciono esa ley de hierro es porque no me perdonaría jamás seguir adelante
sin decir a los cuatro vientos todo lo que le debo. Y, a la vez, yo ya no soy
el yo que fui hasta hace pocas semanas. Soy ese yo menos ella, y aún desconozco
el vasto significado de todo eso.
Buenos Aires y después
Dejamos
la Universidad de Maryland en 1987. Yo quería regresar a la Argentina a
cualquier precio, y tal vez nunca me perdone todo lo que ella tuvo que pagar
por esa obstinación: padeció tres golpes militares, una hiperinflación de
locura, el comienzo de la desocupación y de la inseguridad. En ese clima
educamos a nuestra hija, que llegó a Buenos Aires cuando tenía seis meses y se
marchó a los cinco años.
A partir
de 1991, Susana recibió tantos ofrecimientos para trabajar en los Estados Unidos
que me pareció injusto seguir atándola a mi destino. Hice al revés: me uní yo
al de ella, y así nos fue mejor. Ambos nos hicimos argentinos y venezolanos y
colombianos y brasileños en una tierra de nadie donde se puede ser todo y nada
a la vez. En los últimos tiempos, su talento había crecido a ritmo de vértigo
sin que ella se diera cuenta de lo lejos que había llegado. Escribía
incansablemente sobre la violencia, sobre la pobreza, sobre las idas y vueltas
del pensamiento latinoamericano con una intensidad en la que ponía todo el ser.
A fines de octubre la invitaron a Harvard. He recibido decenas de cartas de
quienes la oyeron. Me dicen que por la firmeza de su posición ética y por la
fuerza de gravedad de su inteligencia, todos querían tenerla allí. No sé si
habría ido. Ambos éramos felices en Rutgers: ambos éramos cada día un poco más
felices, si eso es posible.
Cuando
empezamos a cruzar la calle, aquel fatídico 27 de noviembre, sentí que algo la
arrancaba de mi mano y me golpeaba a mí en los brazos y las piernas. Desperté
sobre la línea amarilla que divide la calzada, desconcertado, entre automóviles
que pasaban raudos o se detenían bruscamente. Imaginé que ella estaba al otro
lado, a salvo. Luego, oí chirriar unas ruedas, corrí como pude, y descubrí su
cuerpo hecho pedazos. La imagen de sus ojos abiertos y de su sonrisa de otro
mundo me siguen por todas partes, a todas horas. En el instante en que la vi,
sentí que la perdía. Habría dado todo lo que soy y lo que tengo por estar en su
lugar. Me habría gustado verla envejecer. Habría querido que ella me viera
morir.
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