TRIBUNA
El
relato de la izquierda latinoamericana
El éxito de su historia contrasta con
la poca elegancia de sus discursos de legitimación
La izquierda latinoamericana ha
vivido en los últimos años una historia de éxito. Gana elecciones y
reelecciones en la mayor parte de la región y en los pocos países donde no
gobierna, como México, Colombia o Chile, constituye una fuerza opositora de peso.
En la última década, la mayoría de las izquierdas latinoamericanas ha gobernado
bien: ha reducido la pobreza, aumentado el gasto público en educación y salud,
pero no ha trastocado el desequilibrio macroeconómico de sus países y ha
contenido la inflación. Los actuales presidentes de la izquierda son sumamente
populares y los que han dejado el poder en los últimos años, como Lula da
Silva, Tabaré Vázquez o Michelle Bachelet, siguen poseyendo un enorme capital
político.
La exitosa historia de la izquierda latinoamericana contrasta, sin
embargo, con la poca elegancia de sus discursos de legitimación. A la hora de
contar la historia de su auge, la izquierda apela al relato de la decadencia.
Una y otra vez alude a los monstruos del “neoliberalismo”, descontinuado hace
una década, o del “imperialismo yanqui”, cada vez con menor capacidad de
presión diplomática y financiera —por no hablar de la inexistente amenaza
militar— sobre los gobiernos latinoamericanos, como pudo verse en la pasada
Cumbre de las Américas de Cartagena. O rinde culto a la Revolución Cubana, al
Che Guevara y a las guerrillas latinoamericanas, todos, referentes de una
izquierda marxista y violenta que, en sus medios y sus fines, ha sido
abandonada, incluso, por Hugo Chávez en Venezuela o Raúl Castro en Cuba.
Cuando no recurren al archivo de los años guerrilleros, los
gobiernos de la izquierda latinoamericana van más lejos: a los libertadores de
América. De aquellos próceres, republicanos neoclásicos en su mayoría, extraen
una simbología descolonizadora anacrónica, que estaría más cerca de los
populismos y nacionalismos de mediados del siglo XX que de los experimentos
constitucionales del siglo XIX, donde el paradigma liberal regía con pocas
impugnaciones. Nada más contradictorio, sobre todo en el mundo andino o el
mesoamericano, que juntar en un mismo panteón heroico a próceres republicanos y
liberales del siglo XIX con líderes y movimientos indígenas del siglo XX, que
se rebelaron contra las políticas anticomunitarias impulsadas por los primeros
durante décadas.
La nueva izquierda
latinoamericana y la teoría neomarxista (Badiou, Rancière, Zizek, Hardt, Negri,
Butler…) se leen con mutua desconfianza. Ernesto Laclau ha logrado incorporar
algunas nociones al discurso kirchnerista, pero las mismas no son centrales en
este último y su caso es excepcional. Más cerca de la renovación conceptual de
la izquierda latinoamericana está el vicepresidente boliviano Álvaro García
Linera, cuya articulación de katarismo y marxismo apunta a una potenciación del
perfil comunitario, indigenista y plurinacional del “socialismo del siglo XXI”.
Pero fuera de esta corriente, bastante circunscrita al mundo andino o
específicamente boliviano, los contenidos ideológicos de dicho socialismo no
van más allá del nuevo populismo de Chávez o del viejo comunismo de Fidel y
Raúl Castro.
La izquierda latinoamericana no sólo no asimila el neomarxismo
sino que tampoco se abre plenamente al multiculturalismo. Políticas
emblemáticas de este último como las relacionadas con las cuestiones de género
y las sexualidades no logran consolidarse en los gobiernos de la región. El
matrimonio gay ha sido legalizado en la ciudad de México y en Argentina, pero
no en Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, países del ALBA que comúnmente se
asocian con las izquierdas más radicales. El derecho al aborto no es reconocido
por los gobiernos de Dilma Rousseff en Brasil y Cristina Fernández de Kirchner
en Argentina y la prevención y la penalización de discursos y prácticas machistas,
homofóbicas y racistas son sumamente precarias en toda América Latina.
La torpeza con que la izquierda narra su ascenso al poder le
impide capitalizar uno de los elementos que la distinguen del viejo comunismo:
su mayor comprensión de los fenómenos de la cultura popular. A diferencia del
marxismo-leninismo de corte soviético y cubano, que aspiraba a una regeneración
cultural de la ciudadanía, basada en el ateísmo y la ciencia, las nuevas
izquierdas usan un lenguaje menos doctrinario y más permeable a los mitos
rurales y urbanos. La demagogia y el populismo que signan las políticas
culturales de la izquierda conspiran contra la voluntad de producir ideologías
menos circunscritas a las estrechas agendas de las minorías letradas.
La mayor limitación del relato de la izquierda tiene que ver con
su idea de la democracia. En la última década la izquierda latinoamericana
llegó al poder, gracias a la democracia, no a la revolución, pero sigue
imaginándose como una fuerza “revolucionaria”, antes que como un conjunto de
gobiernos democráticos. A diferencia de algunos sectores de la izquierda
brasileña, uruguaya y chilena, sobre todo, los gobiernos bolivarianos siguen
proyectando una imagen negativa de la democracia, heredada del comunismo y el
populismo. La democracia es para ellos un medio para llegar al poder y
preservarlo, no la finalidad de la vida pública.
Rafael Rojas es
historiador.
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