Jorge Mario Pedro Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 28 de marzo de 1936), más conocido como Mario Vargas Llosa, es un escritor peruano que, sin renunciar a su nacionalidad de origen, adoptó también la nacionalidad española a sus 57 años, en la última década del siglo XX. Actualmente tiene 74 años. Se trata de uno de los más importantes novelistas y ensayistas contemporáneos en lengua española. Galardonado con el Nobel de Literatura el año 2010, «por su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota», cuenta también en su haber, entre otros, con el Premio Cervantes (1994) y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986). Vargas Llosa logró fama en la década de 1960 con novelas como La ciudad y los perros (1962), La casa verde (1965), y Conversación en La Catedral (1969). Aún continúa escribiendo prolíficamente en una serie de géneros literarios, incluyendo crítica literaria y periodismo. Entre sus novelas se cuentan comedias, novelas policiacas, novelas históricas y políticas. Varias de ellas, como Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), han sido adaptadas y llevadas al cine. Muchas de las obras de Vargas Llosa están influidas por la percepción que tiene el escritor de la sociedad peruana y por sus propias experiencias como peruano. Sin embargo, de forma creciente ha expandido su repertorio y tratado temas que son de otras partes del mundo. No obstante, ha residido en Europa (España, Gran Bretaña y Francia) la mayor parte de su tiempo desde 1958, en el inicio de su carrera literaria, recibiendo la nacionalidad española en julio de 1993, de modo que en su obra se percibe también una fuerte influencia europea. Al igual que otros autores latinoamericanos, Vargas Llosa ha sido políticamente activo a lo largo de su carrera. Fue candidato a la presidencia del Perú en 1990 por el partido de centroderecha Frente Democrático (FREDEMO).
La Erección Permanente
Por MARIO VARGAS LLOSA
DESDE que, muy niño, oí describir al tío Lucho las magias y disfuerzos del Carnaval de Rio, soñaba con verlo de cerca, y, en lo posible, de dentro, en carne y hueso. Lo he conseguido. Aunque 62 años de edad, frecuentes dispepsias y una hernia lumbar no sean las condiciones óptimas para disfrutar de ella, la experiencia es provechosa, y afirmo que si toda la humanidad la viviera, habría menos guerras, prejuicios, racismo, fealdad y tristeza en el mundo, aunque, sí, probablemente, más hambre, disparidades, locura, y un incremento cataclísmico de la natalidad y el sida.
¿En qué sentidos es provechosa la experiencia? En varios, empezando por el filológico. Nadie que no haya estado inmerso en la crepitación del Sambódromo durante los desfiles de las catorce Escolas de Samba (49.000 participantes, 65.000 espectadores), o en alguno de los 250 bailes populares organizados por la alcaldía, y los centenares de bailes espontáneos desparramados por las calles de la ciudad, puede sospechar siquiera el riquísimo y multifacético contenido de que allí se cargan palabras sobre las que en otras partes se cierne una sospecha de vulgaridad, como tetas y culo, que, aquí, resultan las más espléndidas y generosas del idioma, cada una un vertiginoso universo de variantes en lo referente a curvas, sinuosidades, consistencias, proyecciones, tonalidades y granulaciones.
Cito estos dos ejemplos para no hablar en abstracto, pero podría citar igualmente todos los demás órganos y pedazos de la anatomía humana, que, en el Carnaval de Rio, a condición de llevar encima una prenda pigmea (la famosa tanga bautizada hilo dental), se exhiben con un desenfado, alegría y libertad que creía desaparecidos desde que la moral cristiana reemplazó a la pagana y pretendió ocultar y prohibir el cuerpo humano, en nombre del pudor. Todos ellos, de los talones al cabello, del ombligo a las axilas, del codo a los hombros y a la nuca, se lucen en esta fiesta con una soberbia confianza y orgullo de sí mismos, demostrando a los ignorantes -y recordando a los olvidadizos- que no hay rincón de la maravillosa arquitectura física del ser humano que no pueda ser bellísimo, fuente de excitación y de placer, y que, por tanto, no merezca tanto cuidado, fervor y reverencia como los privilegiados por la tradición y la poesía romántica: ojos, cuellos, manos, cintura, etcétera. No es la menor de las maravillas del Carnaval de Rio conseguir dotar, gracias al ritmo, el colorido y la efervescencia contagiosa de la fiesta en la que todos practican, en estado de trance, el exhibicionismo, de atractivo erótico a comparsas tan aparentemente anodinas del juego amoroso como las uñas y la manzana de Adán ("Esa menina tiene una linda calavera", oí entusiasmarse a un viejo, en la playa de Flamengo). No es de extrañar, por eso, que el enredo (el tema) de la Escola de Samba Caprichosos de Pilares fuera este año nada menos que el cirujano plástico Ivo Pitanguy, cuyos bisturíes y genio rejuvenecedor han derrotado a las escorias del tiempo en las caras y cuerpos de muchas bellezas (femeninas y masculinas) de este tiempo frívolo. Cierra el desfile de la Escola, bailando en lo alto de una carroza como un adolescente, el propio Pitanguy, un setentón inmortal cuya presencia y contorsiones enloquecen al público.
El espectáculo, en horas del amanecer, cuando la euforia, el baile, el gregarismo, las canciones, el calor, el frenesí, alcanzan el punto omega de la combustión, revela lo que debieron ser, allá atrás en la historia, las grandes celebraciones paganas, las fiestas báquicas sobre todo, esos cultos dionisiacos con sus libaciones desenfrenadas para sofocar el instinto de supervivencia y la razón, las copulaciones colectivas y sus sacrificios sangrientos. Aquí, la sangre no corre en el escenario mismo de la fiesta, pero la ronda, la acosa desde su periferia, y deja cadáveres en sus orillas (setenta asesinados de bala en los cuatro días de Carnavales, lo que prueba que Rio es una ciudad pacífica: en Sao Paulo fueron 240).
¿Qué importa un muerto más o un muerto menos en este demencial estallido de alegría multitudinaria, en esta representación en la que, toda una ciudad, por cuatro días y cuatro noches, como para confirmar todas las tesis de Johan Huizinga sobre la evolución de la cultura y la historia a partir de los juegos humanos y los espacios reservados o escenarios en que ellos se encarnan, se disfraza y metamorfosea, renunciando a sus preocupaciones y angustias, prejuicios y expectativas, moral, creencias, simpatías y fobias, y, revistiéndose de otra personalidad -la del disfraz que se ha echado encima-, se abandona a los disfuerzos, excesos y extravagancias que jamás se hubiera permitido la víspera, ni se permitirá mañana, cuando recobre su singularidad y sea, otra vez, la desesperación del parado, la angustia de la secretaria y el funcionario al que la creciente inflación merma el sueldo cada día, el empresario abrumado por la subida de los impuestos, el profesor al que la caída del real dejó sin viajar al extranjero o el sindicalista que echa la culpa de la crisis al Fondo Monetario Internacional y a sus imposiciones ultraliberales?
Porque, no olvidemos que estos Carnavales ocurren en medio de una crisis económica que tiene al mundo financiero internacional comiéndose las uñas por lo que pueda ocurrir en el Brasil. Si el durísimo Plan de Ajuste que ha permitido al gobierno brasileño que preside Fernando Henrique Cardoso recibir préstamos por la astronómica suma de 40.000 millones de dólares fracasa, el colapso brasileño arruinará no sólo al Brasil, también a los demás países del Mercosur, y los coletazos de la catástrofe removerán las bolsas y las economías de todo el planeta, tanto o más que las baterías de las Escolas de Samba remecen las caderas de las comparsas baianas. ¿Alguien se acuerda de esas mezquindades lúgubres en estos días de alboroto feliz? Sí, unos tristes sociólogos que, en los periódicos, se desgañitan criticando "la alienación" de la que sería víctima el pueblo brasileño. Este, desde luego, no se preocupa en absoluto; se ríe a carcajadas de la crisis y se mofa de ella, exorcizándola en grotescos muñecones de los carros alegóricos que las tribunas aplauden a rabiar. Y, para que no quepa la menor duda al respecto, este año, las Escolas de Samba han gastado un veinte por ciento más que el año pasado en la fabricación de los disfraces y las carrozas para el desfile, y las autoridades aumentado en varios millones de reales el presupuesto de la fiesta destinado a orquestas, fuegos artificiales, espectáculos y premios. ¿Va este derroche en contra de la sensatez, de la razón? Sí, naturalmente. Porque ésta es todavía una fiesta auténtica, una fiesta en el sentido más antiguo y primitivo de la palabra: cuando la sensatez y la razón eran aún frutas exóticas, y hombres y mujeres practicaban el potlach y eran todavía, esencialmente, emoción, sentidos a flor de piel, intuición, instinto.
Quien mejor me ha explicado lo que ocurre estos días en Rio de Janeiro no es Nietzsche, con su visión del hombre dionisiaco, ni siquiera mi amigo el antropólogo Roberto da Matta, en su magnífico ensayo sobre el Carnaval, sino un crítico literario ruso, que jamás pisó el Brasil, y al que la intolerancia estalinista tuvo malviviendo y enseñando en perdidas comarcas de las estepas soviéticas: Mijail Baktin. Todo lo que he visto y oído en esta fulgurante semana carioca parece una ilustración animada de sus tesis sobre la cultura popular, que desarrolló en su deslumbrante libro sobre Rabelais. Sí, aquí está, salida de las entrañas de los estratos más humildes de la escala social, esa respuesta desvergonzada, irreverente, ferozmente sarcástica, a los patrones establecidos de la moral y la belleza, esa negación vociferante de las categorías sociales y de las fronteras que tienden a separar y jerarquizar a las razas, a las clases, a los individuos, en una fiesta que todo lo iguala y lo confunde, al rico y al pobre, al blanco y al negro, al empleado y al patrón, a la señora y su sirvienta, que fulmina temporalmente los prejuicios y las distancias, y establece, en un paréntesis de ilusión, en un espejismo con sexo y música a granel, aquel mundo al revés del poema de José Agustín Goytisolo, donde las princesas son morenas y los barrenderos rubios, los mendigos felices y los millonarios desdichados, las feas bellas y las bellas bellísimas, el día noche y la noche día, y donde el "abajo" triunfa sobre el "arriba" humano e impone su rijosa libertad, su materialismo sudoroso, sus apetitos desatados y su exuberante vulgaridad como una apoteosis de vida, donde los "frescos racimos" de la carne cantados por Rubén Darío son universalmente exaltados como la más valiosa de las aspiraciones humanas.
Al encerrar el desfile de las Escolas de Samba en el Sambódromo -una iniciativa de un sociólogo progresista, el fallecido Darcy Ribeyro-, el establishment recuperó relativamente el Carnaval, y lo sujetó dentro de ciertas convenciones, pero, en la calle, éste no ha perdido un ápice su raigambre contestadora y revoltosa, su aura anárquica, y no sólo en los barrios populares, incluso en los de más austero cariz. En la principal avenida de la muy burguesa Ipanema, por ejemplo, me doy de bruces una noche con una comparsa de un millar o millar y medio de travestidos, muchachos y hombres maduros que, vestidos de mujer o semidesnudos, "samban" frenéticamente detrás de un camión con una orquesta, y se besan, acarician y poco menos que hacen el amor ante las miradas divertidas, indiferentes o entusiastas de los vecinos, que, desde las ventanas, cambian bromas con ellos, los aplauden y les lanzan mistura y serpentinas.
El protagonista de la fiesta es el cuerpo humano, ya lo he dicho, y la atmósfera en que reina y truena, la música, envolvente, imperiosa, regocijada, ciega. Pero, al amanecer, lo que prevalece y exacerba la lechosa madrugada es, por encima de los perfumes de marca, las refinadas lociones, los sudores, los vahos cocineros o alcohólicos, un espeso aroma seminal, de miles, cientos de miles, acaso millones de orgasmos, masculinos, femeninos, precoces o crepusculares, lentos o raudos, vaginales o rectales, orales o manuales o mentales, denso vapor de embrutecimiento feliz que contamina el aire y penetra en las narices de los aturdidos carnavaleros semidesahuciados, que, en los estertores de la fiesta, retornan a sus guardias o se derrumban en parques y veredas, a tomar un descanso, para, algunas horas después, resucitar y continuar sambando.
Los conservadores pueden dormir tranquilos: mientras exista el Carnaval, no habrá ninguna revolución social en el Brasil. Y serán fútiles todos los planes para controlar la libido de esa sociedad de demografía galopante que raspa ya los 170 millones de ciudadanos. Y sudará sangre, sudor y lágrimas ese presidente de lujo que es Fernando Henrique Cardoso para imponer la austeridad y la disciplina económica al pueblo que lo eligió. Y si el infierno de los creyentes existe, la representación en él de brasileñas será seguramente mayor que el de todas las otras sociedades juntas (lo que no deja de ser un alivio para los pecadores irredentos como este escriba). Pero, mientras el Carnaval carioca exista, para quienes lo vivan o recuerden, o incluso imaginen, la vida será mejor de la basura que es normalmente, una vida que, por unos días -como juraba el tío Lucho- toca los fastos del sueño y se mezcla con las magias de la ficción.
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© Mario Vargas Llosa, 1999.
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